“En
estos momentos, a estas alturas de la vida, tengo problemas para recordar el
espacio y tiempo de las cosas” decía la abuela Rosa. Todos concordábamos en la
elocuencia de esa mujer, que a pesar de los noventa y cinco años que llevaba
encima, jamás perdió. Siempre lograba juntarnos a todos, ya sea en el living, o
en el comedor, para escuchar sus fantásticas historias de un pasado ahora
lejano, del cual siempre nos preguntábamos cuanto era verdad y cuanto lo
inventó solo para llamar nuestra atención; lograba juntarnos a todos, aún
después de la muerte de mi abuelo Reinaldo, aún cuando la reunión no era para
ella, aún ahora que varios de nosotros teníamos familia, hijos, e incluso
nietos pequeños, y casas propias en comunas diferentes. Incluso el Coque, mi
marido, quien pocas veces (por no decir casi nunca) se interesaba en mis
reuniones familiares, llegaba maravillado a casa con sus historias. De hecho,
siempre recuerda la primera historia que escuchó de ella, hace como diez años
atrás, cuando aún éramos pololos. Trataba de cuando ella tenía diez o nueve
años y vivía en una casita, en un campo por los cerros de San Antonio, y se le
escapó un pastor alemán regalón que tenía por mascota; se llamaba Jorge (igual
que mi marido), y terminó por encontrarlo en Ancud. Siempre recuerda esa
historia, por que fue allí donde nos conocimos.
Esa
noche fue especial. Quizá por que en el fondo sabíamos que sería la última vez
que escucharíamos una de las historias de la abuela Rosa. Lo confirmamos apenas
ella nos puso en aviso que esa historia la estuvo guardando como su historia
más especial.
La
intención era juntarnos en Navidad, lo ideal el mismo veinticuatro de
diciembre, o por lo menos el veinticinco, pero la abuela Rosa tuvo una recaída
con un resfrío (o por lo menos lo que nosotros pensamos era un resfrío), y pasó
tres noches en el San Borja. Terminamos por juntarnos el diez de enero, la
noche más calurosa de ese verano, en la casa de mi mamá, en Ñuñoa. Pasamos la
tarde cocinando para la cena, mientras los hombres se hacían los machos con el
asado y la cerveza, los niños jugaban en el patio, y mi abuela miraba por la
ventana con un aire vacío. Por un segundo me pareció ver a mi abuela dentro de
una fotografía en tono sepia, antes de que ella volteara para mirarme con una
sonrisa. “Te he dicho que no la mires tanto – me decía una tía –, ella es bruja
y se da cuenta de todo”. Nos reímos un rato, y continuamos trabajando. Durante
la cena nos reíamos de los parecidos físicos o sicológicos entre nuestras
madres y mi abuela, y de cómo a ella se le pegaban los perejiles entre los
dientes. Risas, fotos, y más risas. “Ustedes van para donde mismo” nos decían
ellas, y los hombres hacían gestos de aprobación. Más fotos y más risas.
Terminando la cena, algunos nos dedicamos a recoger la mesa, mientras otros
acompañaron a los niños a abrir los regalos que no se alcanzaron a abrir en la
fecha indicada. Como es de esperarse, se encontraron bufandas y chalecos
tejidos por mi abuela para todo el mundo (de los cuales la mayoría eran o muy
chicos o muy grandes). Luego de fumarnos unos cigarros, tomar un poco más de
vino o cerveza, nos dirigimos al living. Sentamos a la abuela Rosa en un sillón
individual de cuero, donde ella se instaló cómodamente con los brazos apoyados
sobre sus piernas. Nosotros nos sentamos en el resto de los sillones, en
sillas, o simplemente en el suelo, rodeándola. Muchos pensarían que las
historias eran para los niños más pequeños, pero todos sabíamos (incluyendo a
mi abuela) que no era así.
Hubo
un par de segundos de silencio antes de que la abuela Rosa comenzara a contar
su última historia, en los cuales sacó un sobre de su bolsillo. Era una carta,
vieja y amarilla por el paso del tiempo, con los bordes rotos y las esquinas
dobladas. La miró un instante, y comenzó a hablar: “en estos momentos, a estas
alturas de la vida, tengo problemas para recordar el espacio y tiempo de las
cosas. Solo recuerdo que cuando recibí esta carta yo tenía dieciséis años, y me
la mandó su padre”. Por la expresión de asombro que pusieron mi madre y mis
tías supe de inmediato que ellas jamás supieron de esa carta sino hasta ahora.
“Fue mucho antes de casarme con él. Nunca les contamos como nos conocimos, pues
él siempre quiso que yo lo hiciera, y no lo quise hacer hasta ahora. Mi familia
y yo nos habíamos mudado a Santiago, y vivíamos en una casita cerca de un
colegio de monjas, al cual yo asistía. Esa tarde yo volvía del colegio con los
cuadernos en la mano, por que la Luisa
Roldán me había escondido mi bolso en quién sabe dónde.
Entonces un chiquillo pasó corriendo con algo en las manos, y me empujó
haciéndome botar todos los cuadernos al suelo”.
“También
me ha pasado” escuché decir a mi mamá. La abuela Rosa había guardado silencio,
pues se esforzaba en recordar un rostro. Atrás había quedado el tiempo en que
sus historias eran continuas, como sentarse a ver una película. Ahora se
tardaba un poco más con las pausas, pues le costaba retener las imágenes, pero
esa noche las pausas eran más cortas que las últimas veces, y no tardó en
retomar su historia. “Desde la otra cuadra llegó este joven, que a primera
vista era bien poco agraciado, no era para nada como los buenos mozos que yo
frecuentaba a esa edad – todos reímos, y una tía dijo algo así como ‘¡ay,
mamá!’ –. Tenía el pelo largo y graso, era moreno, tenía una camisa blanca manchada
con tierra en los hombros y codos, y los pantalones rotos en las rodillas. Pero
me llamó la atención que corrió desde la otra cuadra para ayudarme con los
cuadernos. Me acompañó hasta mi casa, disculpándose por su apariencia, diciendo
que había estado jugando a la pelota con unos amigos, y ya no me acuerdo que
otras cosas más. Se despidió de mi con la mano en la puerta de mi casa, y nunca
nos dijimos como nos llamábamos”.
Como
siempre hacía, mi abuela nos ubicaba en la historia con algún comentario, y dijo
algo de que su papá leía el diario por que en la época no existía tal cosa del
televisor, a lo que el nieto de seis años de mi primo Luís gritó “¡no había
tele! ¿Y cómo se divertían?”, por lo que todos nos reímos un rato. Luego nos
hicimos callar para que mi abuela siguiera contando.
“Si,
mi papá leía en el diario algo que decían del presidente Ibáñez, mientras mi
mamá tejía sentada en el sillón junto a la ventana”. Era impresionante, pero a
pesar de su edad, la abuela Rosa lograba hablar con tanta claridad… “Yo leía un
libro de Blest Gana, si mal no recuerdo, sentada frente a mi mamá. Entonces
tocaron la puerta, y mi mamá dijo ‘y ese chiquillo quién es’. Yo abrí la
puerta, pero no había nadie, sólo una carta. No era esta, era otra, pero sí era
de su padre, y lo único que decía era que me iba a esperar fuera del colegio el
próximo lunes. Yo me emocioné mucho, pero escondí la carta, y dije que debió
ser un pesadito de esos que tocan y se van”.
Mientras
mi abuela Rosa seguía con su historia, a nosotros nos envolvía el peso del
recuerdo. Yo podía ver a mi abuela a los dieciséis años, sentada en la misma
posición de esa noche, con los brazos en las piernas, mirando por la ventana
con el aire de una adolescente esperanzada. “Ese día lunes, ni me pregunten de
qué habló el profesor de matemáticas, por que de eso si que no me acuerdo, pero
sí ese día me acuerdo de que él estaba allí afuera esperándome con una flor y
otra carta”. Cerrando los ojos podía ver a la abuela Rosa riendo con sus
amigas, todas más nerviosas que ella misma; y no necesitaba preguntar, sabía
que a mis primos, primas, tías, y demás familia les pasaba lo mismo. “Mis
amigas se despidieron de mi antes de salir del colegio, así que salí sola. Ese
día él no estaba cochino para nada. Tenía su camisa blanca, su pelo peinado,
sus pantalones planchados, y sus zapatos lustrados. Se veía como todo un
caballero. Me pasó la flor, y la carta la guardó en mi bolso, diciendo que no
la abriera en una semana. Fuimos a una plaza, donde hablamos como por tres horas
y media, o un poco más. Me contó que estudiaba en el Instituto Nacional, me
contó de sus planes para el futuro, y me preguntó los míos; hablamos de la
contingencia nacional, con la nueva Constitución y la crisis económica, y de
cómo sería el mundo en el futuro; hablamos de nuestros gustos en la lectura, y
de los poemas que creíamos dignos de dedicarle a alguien especial; hablamos de
todo lo que podíamos hablar…”
…
Pero el no le preguntó su nombre, ni le dijo el suyo. Podía ver a su padre
sentado leyendo el diario, su madre sentada tejiendo, mi abuela sentada
esperando a que pasara la semana rápido. “Estuve toda la semana ansiosa, y ni
podía poner atención en clases”. Se pasaba todas las tardes comiendo en
silencio, vestida con su jumper azul marino y sus trenzas con cintas blancas.
“Muchas veces mis papás me preguntaron si algo me pasaba”. Ese viernes estuvo
paseándose por su habitación, inquieta, con la carta encima de su cama
esperando a ser abierto. “Él me dijo que lo abriera en una semana, pero no podía
esperar”. Abrió la carta, “y efectivamente decía que él sabía que no me iba a
aguantar al otro lunes, día en que nos diríamos nuestros nombres”. Todos
reímos.
“Me
dijo que se llamaba Reinaldo, le dije que me llamaba Rosa, y fuimos nuevamente
a la plaza, donde me invitó a comer helado, creo. Allí fue, luego de una larga
charla, que me pidió que fuéramos novios. Pero…”. Hubo un silencio total. Mi
abuela lo miró asustada, pues no se esperaba eso aún, y salió corriendo,
torpemente. Mi madre se llevó las manos a la boca, sorprendida al ver que la
historia real no concordaba con lo que ella sabía. Llegó a su casa, donde
afortunadamente sus papás no estaban como para hacerle preguntas al respecto.
Estuvo encerrada en su habitación toda esa tarde, arrepentida por su actitud.
No salió ni cuando escuchó a sus papás llegar, ni cuando la llamaron a cenar
(excusándose con que no se sentía bien).
Mi
madre se levantó para ir a verla, pero mi tía la detuvo poniéndole una mano en
el brazo. Al otro día mi abuela se levantó en silencio al colegio. Todo tenía
un tono tragicómico, pues mi abuela se sentía avergonzada por lo que hizo, se
notaba en su rostro, entre triste y ruborizada. Se pasó todo el día mirando por
la ventana de la sala de clases. Ninguno de nosotros se fijó que le estaban
pasando de materia, pues solo la mirábamos a ella, con su jumper azul marino y
sus trenzas amarradas con cintas blancas. En tres días, la abuela Rosa no supo
nada de mi abuelo Reinaldo. Comía en silencio, pero nosotros nos conmovíamos
con verla como una adolescente y enamorada. Luego de la cena de esa noche, mi
abuela se fue a leer un libro en su habitación, mientras su madre tejía y su
padre leía el diario. Entonces tocaron a puerta. Mi primo vio a un chiquillo de
pelo largo correr por la calle, y yo me levanté a abrir la puerta, haciendo
caso omiso al Coque que me decía que me quedara allí. Antes de llegar a la
puerta se me adelantó mi abuela que salió corriendo de su habitación, quién
abrió y recogió la carta que estaba en la entrada. Cerró y dijo a su madre que
quizá fue otro bromista. Se fue a su habitación sin quitar la vista de la
carta, la cual en el sobre solo tenía escrito ‘para Rosa de Reinaldo’ con muy
mala letra.
Abrió
el sobre con una sonrisa de oreja a oreja, y leyó en voz alta: “Querida Rosa,
como no me dio una respuesta aquel día, espero que me de una el lunes que sigue
en nuestra plaza. Con cariño, Reinaldo”. Rodó por la cama hasta caerse al
suelo, donde siguió rodando, y riendo. Una carcajada nos invadió a todos al ver
a la abuela Rosa tan feliz, tan viva. Pasaron los días en los que ella se
mantuvo en silencio, pero con un aire ahora totalmente diferente. Habló con sus
amigas para saber que era lo correcto por hacer, y todas coincidieron en que
tenía que ir a la plaza. Ese lunes se peinó diferente, más tarde comentaríamos
con mis primas lo hermosa que se veía. Se despidió de sus amigas a la salida
del colegio, y se dirigió a la plaza, por el mismo camino que le enseñó el
abuelo Reinaldo.
Pero
el no estaba. En la plaza había una especia de feria o festival, con juegos y
música. Ella sacó la carta de su bolso, para ver bien el día y el lugar, y solo
entonces reconocimos la carta que mi abuela sacó cuando comenzó a contar la
historia. Vio que estaba en el lugar y
día indicados, pero el abuelo Reinaldo no estaba entre toda esa gente. Mi madre
y mis tías se llevaban las manos a la cara, y mis primos hacían gestos de
desaprobación con la cabeza. Solo entonces el abuelo Reinaldo salió por entre
todas las personas de la feria, y era como ver una película clásica. Ella y él
se abrazaron, se besaron por primera vez, y comenzaron a pasear por la feria.
Todos nosotros, sentados como espectadores los vimos alejarse y perderse entre
la multitud, en un romántico y feliz final. Entonces todo se volvía borroso,
nos envolvía el ruido de la música, y nos veíamos rodeados por la gente.
Cerré
los ojos un instante, hasta que el profundo silencio de la casa de mi mamá en
Ñuñoa volvió a presentarse, junto con el calor de esa noche. El Coque me dio un
codazo y abrí los ojos. Todos miraban a la abuela Rosa, sentada con los brazos
en las piernas, la vieja carta apoyada en su pecho, los ojos cerrados, y una
sonrisa en el rostro. Nadie lloró, ni se preocupó en demasía, pues sabíamos que
ella estaba tranquila. Cada quien llevó a sus hijos a dormir, mientras mi mamá
y mis tías buscaban alguna manta y llamaban por teléfono. La noche siguiente,
el once de enero, realizamos el velatorio.
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