jueves, 25 de noviembre de 2010

Papel

Sentada en una silla negra, escuchando la conversación que se producía al otro lado de la pared, Delfina se restregaba las manos, nerviosa. Siempre en silencio, esperaba el momento justo para entrar a interrumpir la conversación. Pero entonces los nervios se le tiraron encima, cazándola como un condenado felino salvaje desde detrás de ese piano que nadie ocupaba desde hace quién sabe cuanto tiempo atrás. Se paraba de la silla, sin dejar de restregar sus manos. La conversación entre Luisa y Martín se interrumpía por una carcajada tímida por parte de ella, y fuerte por parte de él. Probablemente un mal chiste de Martín, viejo y gastado, del cuál Luisa se reía por mera cortesía. Entonces Delfina se volvía a sentar, no podía esperar el momento de entrar, pero parecía como que la conversación entre los dos personajes al otro lado de la pared se alargaba, y tomaban temas diversos, como la política del momento, la farándula, los vecinos, la familia, etc. Delfina se volvía a parar, a mirar el piano, a esperar.

De pronto, las voces de Luisa y Martín, al otro lado de la pared, tomaron un tono más sutil, como si se susurrasen algo privado, tomando un aire de intimidad. Delfina corrió, casi tropezando con la silla, y se asomó. Veía un sofá negro, en el cual estaban Luisa y Martín tomados de la mano, hablándose con una mirada fija en los ojos ajenos. Un vacío se apoderó del pecho de Delfina al ver a la hija de la patrona tan íntima con quien fue su amor durante años. Se echó para atrás con pasos cortos, mientras el vacío se hacía más grande, pues sabía que en cualquier momento tenía que entrar a interrumpir el acto, el condenado acto que se llevaba a cabo.

Volvía a asomarse, la conversación ya entraba en miradas sin palabras, en leves insinuaciones de que algo – imperdonable para ella – se acercaba en aquel sofá. Delfina se mordía los labios, nerviosa, cuándo Luisa le mando una rápida mirada. Ella sabía que significaba esa mirada, y se echó para atrás. “Te amo”, escuchó decir entonces a Martín, con esa voz tan reconocible hasta por un teléfono. “Ahora es cuando” pensó Delfina, armándose de valor. Tomó la actitud correspondiente, y entró a la habitación con violencia y seguridad, con la intención de armar un gran escándalo en su entrada, pero procurando no entrar con el típico y patético ‘¡¿Qué está pasando aquí?!’.

Al instante mismo en que ella irrumpió en la entrada, Martín y Luisa se levantaron del sofá, con la mirada asustada por la impresión que los dejó con un beso sin siquiera comenzar. La mirada fija, primero en la chica, la hija de la patrona, luego en el joven, su amigo de varios años, provocó las primeras palabras que inculpaban a las dos personas que estaban frente a Delfina. Delfina no sabía si reír, si gritar, si llorar. Solo estaba conciente del odio que ahora nacía hacia Luisa. Ella miraba a la criada, asustada, pues no era primera vez que le faltaba la confianza a quien la acompañó, crió, y ayudó desde su niñez, y sabía que Delfina estaba completamente al tanto de ello. Lo identificaba en su mirada, esa que todo el pueblo la hacía catalogar como la más transparente.

Finalmente, Delfina comenzó a reír; una risa nerviosa, algo estúpida, que en ese momento otorgaba un ambiente tétrico, con el cual todos los presentes sintieron un escalofrío. Comenzaba a caminar por la habitación, rodeando el sofá negro ahora desocupado, mientras Luisa y Martín se alejaban temerosos de la criada. La falta de palabras hacía más denso el ambiente, lo cual producía que el tiempo avanzara mucho más lento. Llegó al mueble, ese mueble al otro lado del sofá negro. Sin dejar de reír, Delfina acercó una mano al mueble, y abrió el cajoncito. Luisa, asustada, sabiendo a lo que iba la criada, se apresuró a correr para detenerla, hacerla entender, entrar en razón como tantas otras veces lo había hecho por tantas otras razones. Pero antes de que alcanzara a dar un paso, Delfina ya estaba apuntándola con el arma que su patrón guardaba convenientemente en el cajón, al lado del sofá negro del living.

Delfina comenzaba a pronunciar unas palabras, el último discurso que testimoniaba el desquiciamiento que todos los actos anteriores provocaron en su mente de joven provinciana, mientras Luisa y Martín se abrazaban, asustados, sabiendo que se condenaron el día en que decidieron juntarse en la casa el día que sus padres se iban a la playa. Delfina, mientras la hija de su patrona pedía clemencia, terminaba el desquiciado discurso con la expresión seria, ya sin enojo, sin risa, sin llanto, decidida a terminarlo todo con apretar el gatillo. Entonces Luisa daba sus palabras, pidiendo perdón a la criada. Pero Delfina no cambió su expresión, ni bajo el arma. Ahora Martín daba explicaciones a su amiga de años. Pero Delfina se mantenía inmune a palabras que ya de tanto escuchar, sonaban vacías, sin sentido alguno.

La criada los observó por un par se eternos segundos, en los cuales se pensó que podría haberlos perdonado. Pero sentenció la escena con un “Ya es tarde”, y al mismo tiempo que alguien del público daba un grito ahogado, Daniela apretaba el gatillo del arma falsa. Los otros actores caían al suelo al tiempo que el telón se bajaba lentamente, y una canción cerraba la obra con un broche de oro. Daniela sintió el aplauso de un público satisfecho, ayudó a sus compañeros a levantarse, y sonrió. Todo había salido bién.