Hubo un momento, una tarde en una playa, dónde conversaban un joven escritor de poesía, con una sabia mujer de prolongada edad. En un punto de la conversación, el joven miró a la señora y preguntó: "Cuando nos salen horribles espinillas, ¿Qué es mejor? ¿Que el mundo vea esa horrible espinilla, o taparla con un parche, y que el mundo sepa que estoy tapando una horrible espinilla?"
La mujer, tan sabia como una mujer de su edad puede ser, respondió: "La mejor opción es tomar agua y cuidar la piel, cosa de evitar que tal espinilla salga en un principio".
Caffé expresso ideas... Caffé expresso lo que pienso... Caffé expresso lo que siento...
viernes, 18 de noviembre de 2011
miércoles, 16 de noviembre de 2011
Es por que la mente me oprime.
Si yo estoy aquí
es por que no hay más que hacer
es por que ya estoy solo
es por que la mente me oprime
Si yo hiciera algo
es por que no hago mucho
Si yo necesito matar
no es por matar o por diversión
es por creación literaria
es por que la mente me oprime
Si yo matara a alguien
simplemente no escribiria desde aqui
Si yo me hago preguntas
es por que ya tengo las respuestas
es por que no quiero escuchar más preguntas
es por que la mente me oprime
Si yo tengo las respuestas
es por que hago muchas preguntas al día
Si yo me fumo un cigarro
es por que el cigarro no habla
es por que tengo que pensar en otra cosa
es por que la mente me oprime
Si yo no pienso en otra cosa
es por que no cambio de cigarro
Si yo pienso que estoy solo
es por que no miro a mis costados
es por que escribo en lo oscuro
es por que la mente me oprime
martes, 8 de noviembre de 2011
Soliloquio de medianoche
Mis
dedos ya se enredan en su cabello. Yo no duermo, pero ella mantiene sus ojos
cerrados y una respiración constante y tranquila, tanto que le traspasa esa
tranquilidad a todo lo que se acerque a su cuerpo blanco. Pero también me hace
recordar las tantas veces que yo la veía en esa misma posición, abrazando más a
la almohada que a mí, dormida luego de una media hora aparentando estar
dormida, en el intento de acabar la discusión con la última palabra. Ahora, en
este momento, no me queda más que reírme de esos momentos, ya tan lejanos,
según parece, y al mismo tiempo tan cercanos a nosotros. Pero ahora Dominique
dormía tranquila, se notaba en su respiración que dormía tranquila; a pesar de
los estudios en la universidad, dormía tranquila; a pesar de que al otro día
tenía que salir temprano, dormía tranquila; a pesar de tantas cosas que tenía
que hacer en el resto de la semana, dormía tranquila. No la molesta ni la gata
de mierda que maúlla como anda a saber qué condenado animal, ni el perro del
vecino que no se calla ni para respirar por culpa de la gata de mierda. Yo
intento quedarme a su lado, pero hay algo en mi espalda que me molesta, y quedo
incomodo, e intento no despertarla. Me conformo con estar a su lado y
acariciarle el pelo, su pelo castaño ondulado que siempre me gustó, porque sé
que eso siempre la relaja cuando quiere dormir. Hace un rato aparté los
cuadernos y los libros que estaba leyendo para estudiar, así podría estirarse
sin mayores dificultades. Aun así creo que, a veces, o de vez en cuando, no
estuviera despierta. Me gustaría verla abrir los ojos, esos enormes ojos
marrones de Dominique, y me viera, como antes lo hacía, me abrazara, y ya… qué
estoy diciendo. Mejor salgo un instante, con algo de dificultad. Sé que, por
alguna razón, el agua de la cocina es mucho más helada que el agua que sale del
baño. Vale la pena salir de la habitación y atravesar todo el departamento para
tomar un poco de agua, lavarse la cara… refrescarse un poco. Y como supuse lo
tiene todo ordenado. Todo limpio, no puede ir a dormirse sin dejar la loza
limpia, a diferencia de la Antonia, que le rompe un poco el esquema a mi
Dominique.
Tal
como recuerdo, el agua es más helada en la cocina. Dejo el vaso allí encima del
lava platos, pensando en que quizá así ella sepa que estuve aquí, que a pesar
de todo lo que pasó yo estuve aquí esta noche, y la anterior, y la anterior a
esa, y solo para verla, para protegerla, porque ese imbécil del Marcos, su
compañero de la carrera, la ha estado joteando todos estos días, no sé si
desde… pero si sé que lo ha estado haciendo, porque lo he visto, y he visto
como la Dominique ni lo pesca, si lo mira como un amigo, y nada más. Aún
recuerdo la vez que me dijo que pensaba que el Marcos era gay… aunque la verdad
ahora no tengo ni la más mínima idea de que puede pensar mi Dominique del
Marcos. No he hablado con ella hace unos, ¿cinco meses? ¿Un poco menos? ¿Un
poco más, quizá? Si me asomo a su pieza solo la volveré a ver en la misma
posición la cual la dejé, abrazando la almohada, con las sábanas hasta la
cintura, de espaldas a la ventana, respiración constante y tranquila, relajada,
dormida. Podría poner música. Algo de Charlie Parker para ambientar la noche,
como tantas veces lo hice antes, con Dominique, noches en que Antonia salía, y
nos quedábamos solos, olvidándonos del mundo, dejando de escuchar el ruido de
los autos de afuera, de ese Santiago bullicioso, de ese Santiago eternamente
despierto, escuchando trompetas y saxofones, contrabajos y baterías, allegros y
adagios, y bueno… un poco de whiskey, o un poco de ron, la compañía del humo
del cigarro… un cigarro. Cómo me gustaría sacar un cigarro en este momento,
siempre pensé que la vista del departamento era grandiosa, a pesar de que
veíamos el Santiago bullicioso, el Santiago eternamente despierto, muchas veces
nos perdíamos mirando las calles, y paseando con la mirada desde el balcón,
para luego volver a encontrarnos el uno frente al otro en una noche más,
tomando whiskey, o un poco de ron, con un cigarro en la mano, escuchando
baterías y contrabajos, trompetas y saxofones, y una noche de soledad sólo
nosotros, con la música de Charlie Parker. Pero ahora no. Me hundo en el sillón
de cuero negro que nos regalaron los papás de Dominique hace un par de años
atrás, cuando nos mudamos al departamento (lamentablemente, con la Antonia
incluida), sin encontrar un cigarro en ningún bolsillo de mi chaqueta, sin
tener ni una gota de licor, sin poder poner un poco de jazz para ambientar la
noche, porque podría despertar a la Dominique, o peor, a la Antonia. Y me quedo
sentado en el sillón de cuero negro, mirando por el enorme ventanal, una noche
ni tan helada, ni tan cálida. Está despejado Santiago, y se pueden ver las
luces de casi toda la ciudad, algunos autos moviéndose por las calles. Pero hay
tanto silencio, tanto silencio en las calles, y en el departamento, que sentado
en el sillón de cuero negro, puedo escuchar los ronquidos de la Antonia en la
pieza al final del pasillo, y la respiración de la Dominique en su pieza. Con
solo cerrar un poco los ojos, e inclinar mi cabeza un poco hacía atrás,
apoyándola en el respaldo del sillón, puedo saber que aún duerme, y que aún
duerme tranquila. Y en esta misma posición, aunque yo no lo quiera, comienzan a
llegar a mi mente los recuerdos de noches pasadas.
Son
como imágenes sucesivas, como fotografías, no logro recordar todo el momento.
Solo logro retener instantes, apenas una fotografía sacada en el mejor o el
peor momento por un muy mal fotógrafo. Muchas fotografía no son momentos que
pasamos exactamente juntos, son solo cosas que yo sé que sucedieron en algún
momento. Así puedo ver a la Dominique, a mi Dominique, al teléfono, hablando
con su madre, llorando, por que discutimos… discutimos por que ella había hecho
algo, o yo pensé que ella había hecho algo, y por supuesto me enojé en ese
momento, y ella me sacó en cara otra cosa. Algo que yo había hecho antes. Y
allá va, me veo a mi sentado en este mismo sillón, con la Dominique sentada en
mis piernas. Es una reunión familiar, pero con su familia… hay una torta, es su
cumpleaños, está casi toda su familia en el departamento, y nos reíamos por que
no podíamos creer que toda esa gente lograra caber en ese departamento tan
pequeño. Ahora veo a la Dominique en la cocina, preparando un almuerzo, o un
almuerzo, para dos personas, pero en el living no estoy yo, está la Antonia,
sentada, llamando por teléfono; mi Dominique está seria, discutimos, por algo
peleamos ese día, otra vez, yo no la quise dejar salir, porque con alguien se
iba a juntar a tomar algo, chela, o café, y yo no quise, no quise que se fuera,
y discutimos, y tomé mis cosas, y me fui del departamento; me fui yo y la dejé
a ella sola con Antonia. También aquel día, llevábamos poco pololeando, ella
aún tenía el cabello teñido, ese color que se le veía tan mal, pero yo no se lo
decía, jamás se lo quise decir, y peleamos, esa vez si me acuerdo, fue porque
ella no pudo salir conmigo por un compromiso familiar, y yo no lo entendía,
para mí era nuestra primera cita como pololos, y ella se enojó por eso, o fue
al revés, ya no recuerdo. Pero ahora viene otra imagen, nos fuimos a la playa
un fin de semana, solos, agarré el auto de mi papá, y partimos por la
carretera, hasta llegar a la primera playa que vimos que jamás supimos cuál
fue. Solo sabíamos que era una playa, que era lejos del Santiago bullicioso,
del Santiago eternamente despierto, donde también tuvimos nuestro departamento,
y también pasamos una noche con Charlie Parker, y su jazz, y un poco de ron, y
el humo del cigarro, y también pasamos una noche dormidos, donde ella dormía y
yo la contemplaba dormir, en su completa armonía, con su respiración constante,
abrazando la almohada, y dándome la espalda, aunque a mí no me molestara,
porque yo la observaba, y le acariciaba el pelo. Ya comienzo a pensar que la
debería dejar de venir a ver. Se me viene otra imagen, una nueva, mientras creo
que el quedarme allí solo le hace más daño a mi Dominique. Lo pienso mientras
la veo, la veo de pie en el marco de la puerta que da al pasillo, de pie, con
la mirada baja, sin mayor preocupación, sin saber de qué momento es esta
imagen. Mi Dominique camina hacia la cocina, toma un vaso, lo llena con agua,
se lo toma de un sorbo, y se queda allí, quieta, y entonces… claro, ¡este no es
un recuerdo, es mi Dominique que se ha levantado de la cama! Pero no me puede
ver. Me escondo entre la sombra que se produce en un rincón dela habitación, y
veo a mi Dominique caminar lentamente hacia el sillón de cuero negro, con una
expresión de amargura en el rostro. Dominique… quiere llorar, pero no… no
quiere llorar, siente los deseos, pero no quiere llorar. Se abriga un poco con
la bata blanca que lleva puesta, que solo la hace ver más blanca a ella misma.
Se acerca un vaso, y toma una cajetilla de cigarros del mueble del televisor.
Se sirve un vaso con un poco de ron, y fuma un cigarro sentada en el sillón de
cuero, en el mismo sillón de cuero negro donde estaba sentado yo hace un
instante, mirando por la ventana, pero dejando de escuchar el Santiago
bullicioso, el Santiago eternamente dormido, pues es eso lo que la mantiene
despierta. Lo puedo ver en su rostro, como cierra los ojos cada vez que expulsa
una bocanada de humo, tan femenina, y los abre, esos enormes ojos marrones,
cuando bebe un poco más de ron, mi Dominique. Podría acercarme a ella… solo un
poco… verla mejor… otro poco… acariciar su pelo con la punta de mis dedos…
sentarme a su lado para ver por la ventana el mismo Santiago que siempre hemos
dejado de mirar con un poco de ron y unos cigarros… y un poco de Charlie
Parker.
…
No me queda otra. Me acerco a la radio, presiono un par de botones, cosa fácil,
y la música comienza a llenar el ambiente de la noche, de esa noche, donde sólo
estamos Dominique, con los ojos cerrados y llorosos, y yo, bien despierto,
porque no me queda otra. Me acerco a ella, me inclino un poco, para que me vea,
y extiendo mi mano, en el mismo juego que hicimos cada noche, emulando aquella
en la cual nos conocimos. ¿Pero qué pasa, amor? No se levanta, no me mira,
tiene los ojos cerrados. Y llorosos. Mejor me agacho, me quedo en cuclillas y
la sostengo del codo, zarandeándola suavecito, solo un poco, para que se
despierte. Sobresaltada abre los ojos, me mira, primero con extrañeza, pero
ahora me abre esos enormes ojos marrones, esos que tanto me han gustado. Me da
un abrazo. Es todo lo que quería, un abrazo, que me viera, me disculpara, me
entendiera. Bailamos… estamos bailando con el jazz que sale de la radio, sin
preocuparnos de que alguien más se despierte en el departamento. Bailamos y
bebemos un poco de ron, y fumamos un cigarro entre los dos, y nos volvemos a
besar como lo hicimos alguna vez hace ya tanto tiempo atrás. Hace ya tanto
tiempo atrás…
…
Hace ya tanto tiempo porque, ha pasado el tiempo. Hemos dejado de bailar, ella
está recostada en el sillón de cuero negro, acurrucada sobre mi regazo,
mientras yo le hago acaricio el pelo con una mano, y con la otra me fumo un
cigarro en el silencio que ha quedado en el lugar. Ambos, hasta hace un
instante, bailábamos juntos un tema de jazz, danzamos al ritmo de la batería y
del contrabajo, de los adagios de un saxofón, hasta los allegros de una
trompeta. Nos bebimos casi toda una botella de ron, y nos fumamos casi toda una
cajetilla de cigarros, solo sentados el uno junto el otro, tal como estamos
ahora, sin hablar, sin decir una palabra. Dominique se estaba quedando dormida
en mi regazo cuando me miró a los ojos, y me sonrió, tal como me habría
sonreído en algún otro momento. Entonces vi que sus ojos eran los mismos, que
su sonrisa era la misma, pero su pelo ya no era el mismo, que su cuerpo ya no
era el mismo, y comprendí que no han pasado cinco meses, que han pasado por lo
menos unos veinticinco, que no es Antonia quién duerme al fondo del pasillo, es
su hija, que sí había algo molestándome en mi espalda cuando me recosté a su
lado en su cama, era su marido, que esos libros y cuadernos encima de su cama
no eran de estudio, eran del trabajo, que mi Dominique ya ha avanzado, que todo
es diferente, y que ya no tengo que estar allí. Que ella tiene una familia, que
logró superar las cosas, y que ahora sí duerme tranquila, si descansa
tranquila, si respira tranquila, y que era yo quién la molestaba, yo quien
tiene que despedirse de una vez. Yo fui quien produjo la pelea aquella vez,
ella tenía que salir, pero ahora que lo veo bien, iba a una entrevista para
conseguir un trabajo en no sé dónde, un trabajo que le serviría en el futuro
para su carrera universitaria, y yo me enojé, porque esa noche la Antonia iba a
salir, y yo quería que la pasáramos juntos, y no la dejé tomar su oportunidad,
y me fui… me fui, tomando el auto de mi papá, que aún estaba allí, me fui,
conduciendo enfurecido, enojado, a gran velocidad, sin medir ningún tipo de
consecuencia, despistado, imbécil…
Ahora
entendí que no miraba por la ventana del departamento, y no veía al Santiago
bullicioso, ni al Santiago eternamente despierto. Miraba por el ventanal de una
casa, y veía el resto de una villa pequeña. Es la casa de Dominique. Me levanto
del sillón, sin despertarla… ¡Ni siquiera el sillón es el mismo, solo se
parece! La miro. La miro respirar, la miro dormir, la miro descansar tranquila
al fin, simplemente la miro. La miro abrir los ojos de un sueño extraño, y
pienso… pienso que algo debo decirle, algo que nos deje tranquilos a ambos, a
ella que se queda, a mí que me voy. Abre los ojos, mi Dominique, y me mira,
asustada, pero me mira, ahora si me mira de verdad, luego de tanto tiempo. La
recuerdo como la conocí, con ese color de pelo horrible, que le quedaba tan
mal. Entonces solo puedo pensar en una cosa, una sola cosa para decirle: “Así,
te ves estupendamente bien, mi amor”. Y ella lo entiende, no sé cómo, pero se
ríe nuevamente, y lo entiende. Vuelve a cerrar los ojos, y yo aspiro el humo
del cigarro. Mi Dominique vuelve a quedar profundamente dormida en el sillón de
cuero negro del living de la casa, y yo boto el humo, y me siento desaparecer
con ese humo, me siento desaparecer finalmente, y para siempre.
Todo se vive dos veces.
“En
estos momentos, a estas alturas de la vida, tengo problemas para recordar el
espacio y tiempo de las cosas” decía la abuela Rosa. Todos concordábamos en la
elocuencia de esa mujer, que a pesar de los noventa y cinco años que llevaba
encima, jamás perdió. Siempre lograba juntarnos a todos, ya sea en el living, o
en el comedor, para escuchar sus fantásticas historias de un pasado ahora
lejano, del cual siempre nos preguntábamos cuanto era verdad y cuanto lo
inventó solo para llamar nuestra atención; lograba juntarnos a todos, aún
después de la muerte de mi abuelo Reinaldo, aún cuando la reunión no era para
ella, aún ahora que varios de nosotros teníamos familia, hijos, e incluso
nietos pequeños, y casas propias en comunas diferentes. Incluso el Coque, mi
marido, quien pocas veces (por no decir casi nunca) se interesaba en mis
reuniones familiares, llegaba maravillado a casa con sus historias. De hecho,
siempre recuerda la primera historia que escuchó de ella, hace como diez años
atrás, cuando aún éramos pololos. Trataba de cuando ella tenía diez o nueve
años y vivía en una casita, en un campo por los cerros de San Antonio, y se le
escapó un pastor alemán regalón que tenía por mascota; se llamaba Jorge (igual
que mi marido), y terminó por encontrarlo en Ancud. Siempre recuerda esa
historia, por que fue allí donde nos conocimos.
Esa
noche fue especial. Quizá por que en el fondo sabíamos que sería la última vez
que escucharíamos una de las historias de la abuela Rosa. Lo confirmamos apenas
ella nos puso en aviso que esa historia la estuvo guardando como su historia
más especial.
La
intención era juntarnos en Navidad, lo ideal el mismo veinticuatro de
diciembre, o por lo menos el veinticinco, pero la abuela Rosa tuvo una recaída
con un resfrío (o por lo menos lo que nosotros pensamos era un resfrío), y pasó
tres noches en el San Borja. Terminamos por juntarnos el diez de enero, la
noche más calurosa de ese verano, en la casa de mi mamá, en Ñuñoa. Pasamos la
tarde cocinando para la cena, mientras los hombres se hacían los machos con el
asado y la cerveza, los niños jugaban en el patio, y mi abuela miraba por la
ventana con un aire vacío. Por un segundo me pareció ver a mi abuela dentro de
una fotografía en tono sepia, antes de que ella volteara para mirarme con una
sonrisa. “Te he dicho que no la mires tanto – me decía una tía –, ella es bruja
y se da cuenta de todo”. Nos reímos un rato, y continuamos trabajando. Durante
la cena nos reíamos de los parecidos físicos o sicológicos entre nuestras
madres y mi abuela, y de cómo a ella se le pegaban los perejiles entre los
dientes. Risas, fotos, y más risas. “Ustedes van para donde mismo” nos decían
ellas, y los hombres hacían gestos de aprobación. Más fotos y más risas.
Terminando la cena, algunos nos dedicamos a recoger la mesa, mientras otros
acompañaron a los niños a abrir los regalos que no se alcanzaron a abrir en la
fecha indicada. Como es de esperarse, se encontraron bufandas y chalecos
tejidos por mi abuela para todo el mundo (de los cuales la mayoría eran o muy
chicos o muy grandes). Luego de fumarnos unos cigarros, tomar un poco más de
vino o cerveza, nos dirigimos al living. Sentamos a la abuela Rosa en un sillón
individual de cuero, donde ella se instaló cómodamente con los brazos apoyados
sobre sus piernas. Nosotros nos sentamos en el resto de los sillones, en
sillas, o simplemente en el suelo, rodeándola. Muchos pensarían que las
historias eran para los niños más pequeños, pero todos sabíamos (incluyendo a
mi abuela) que no era así.
Hubo
un par de segundos de silencio antes de que la abuela Rosa comenzara a contar
su última historia, en los cuales sacó un sobre de su bolsillo. Era una carta,
vieja y amarilla por el paso del tiempo, con los bordes rotos y las esquinas
dobladas. La miró un instante, y comenzó a hablar: “en estos momentos, a estas
alturas de la vida, tengo problemas para recordar el espacio y tiempo de las
cosas. Solo recuerdo que cuando recibí esta carta yo tenía dieciséis años, y me
la mandó su padre”. Por la expresión de asombro que pusieron mi madre y mis
tías supe de inmediato que ellas jamás supieron de esa carta sino hasta ahora.
“Fue mucho antes de casarme con él. Nunca les contamos como nos conocimos, pues
él siempre quiso que yo lo hiciera, y no lo quise hacer hasta ahora. Mi familia
y yo nos habíamos mudado a Santiago, y vivíamos en una casita cerca de un
colegio de monjas, al cual yo asistía. Esa tarde yo volvía del colegio con los
cuadernos en la mano, por que la Luisa
Roldán me había escondido mi bolso en quién sabe dónde.
Entonces un chiquillo pasó corriendo con algo en las manos, y me empujó
haciéndome botar todos los cuadernos al suelo”.
“También
me ha pasado” escuché decir a mi mamá. La abuela Rosa había guardado silencio,
pues se esforzaba en recordar un rostro. Atrás había quedado el tiempo en que
sus historias eran continuas, como sentarse a ver una película. Ahora se
tardaba un poco más con las pausas, pues le costaba retener las imágenes, pero
esa noche las pausas eran más cortas que las últimas veces, y no tardó en
retomar su historia. “Desde la otra cuadra llegó este joven, que a primera
vista era bien poco agraciado, no era para nada como los buenos mozos que yo
frecuentaba a esa edad – todos reímos, y una tía dijo algo así como ‘¡ay,
mamá!’ –. Tenía el pelo largo y graso, era moreno, tenía una camisa blanca manchada
con tierra en los hombros y codos, y los pantalones rotos en las rodillas. Pero
me llamó la atención que corrió desde la otra cuadra para ayudarme con los
cuadernos. Me acompañó hasta mi casa, disculpándose por su apariencia, diciendo
que había estado jugando a la pelota con unos amigos, y ya no me acuerdo que
otras cosas más. Se despidió de mi con la mano en la puerta de mi casa, y nunca
nos dijimos como nos llamábamos”.
Como
siempre hacía, mi abuela nos ubicaba en la historia con algún comentario, y dijo
algo de que su papá leía el diario por que en la época no existía tal cosa del
televisor, a lo que el nieto de seis años de mi primo Luís gritó “¡no había
tele! ¿Y cómo se divertían?”, por lo que todos nos reímos un rato. Luego nos
hicimos callar para que mi abuela siguiera contando.
“Si,
mi papá leía en el diario algo que decían del presidente Ibáñez, mientras mi
mamá tejía sentada en el sillón junto a la ventana”. Era impresionante, pero a
pesar de su edad, la abuela Rosa lograba hablar con tanta claridad… “Yo leía un
libro de Blest Gana, si mal no recuerdo, sentada frente a mi mamá. Entonces
tocaron la puerta, y mi mamá dijo ‘y ese chiquillo quién es’. Yo abrí la
puerta, pero no había nadie, sólo una carta. No era esta, era otra, pero sí era
de su padre, y lo único que decía era que me iba a esperar fuera del colegio el
próximo lunes. Yo me emocioné mucho, pero escondí la carta, y dije que debió
ser un pesadito de esos que tocan y se van”.
Mientras
mi abuela Rosa seguía con su historia, a nosotros nos envolvía el peso del
recuerdo. Yo podía ver a mi abuela a los dieciséis años, sentada en la misma
posición de esa noche, con los brazos en las piernas, mirando por la ventana
con el aire de una adolescente esperanzada. “Ese día lunes, ni me pregunten de
qué habló el profesor de matemáticas, por que de eso si que no me acuerdo, pero
sí ese día me acuerdo de que él estaba allí afuera esperándome con una flor y
otra carta”. Cerrando los ojos podía ver a la abuela Rosa riendo con sus
amigas, todas más nerviosas que ella misma; y no necesitaba preguntar, sabía
que a mis primos, primas, tías, y demás familia les pasaba lo mismo. “Mis
amigas se despidieron de mi antes de salir del colegio, así que salí sola. Ese
día él no estaba cochino para nada. Tenía su camisa blanca, su pelo peinado,
sus pantalones planchados, y sus zapatos lustrados. Se veía como todo un
caballero. Me pasó la flor, y la carta la guardó en mi bolso, diciendo que no
la abriera en una semana. Fuimos a una plaza, donde hablamos como por tres horas
y media, o un poco más. Me contó que estudiaba en el Instituto Nacional, me
contó de sus planes para el futuro, y me preguntó los míos; hablamos de la
contingencia nacional, con la nueva Constitución y la crisis económica, y de
cómo sería el mundo en el futuro; hablamos de nuestros gustos en la lectura, y
de los poemas que creíamos dignos de dedicarle a alguien especial; hablamos de
todo lo que podíamos hablar…”
…
Pero el no le preguntó su nombre, ni le dijo el suyo. Podía ver a su padre
sentado leyendo el diario, su madre sentada tejiendo, mi abuela sentada
esperando a que pasara la semana rápido. “Estuve toda la semana ansiosa, y ni
podía poner atención en clases”. Se pasaba todas las tardes comiendo en
silencio, vestida con su jumper azul marino y sus trenzas con cintas blancas.
“Muchas veces mis papás me preguntaron si algo me pasaba”. Ese viernes estuvo
paseándose por su habitación, inquieta, con la carta encima de su cama
esperando a ser abierto. “Él me dijo que lo abriera en una semana, pero no podía
esperar”. Abrió la carta, “y efectivamente decía que él sabía que no me iba a
aguantar al otro lunes, día en que nos diríamos nuestros nombres”. Todos
reímos.
“Me
dijo que se llamaba Reinaldo, le dije que me llamaba Rosa, y fuimos nuevamente
a la plaza, donde me invitó a comer helado, creo. Allí fue, luego de una larga
charla, que me pidió que fuéramos novios. Pero…”. Hubo un silencio total. Mi
abuela lo miró asustada, pues no se esperaba eso aún, y salió corriendo,
torpemente. Mi madre se llevó las manos a la boca, sorprendida al ver que la
historia real no concordaba con lo que ella sabía. Llegó a su casa, donde
afortunadamente sus papás no estaban como para hacerle preguntas al respecto.
Estuvo encerrada en su habitación toda esa tarde, arrepentida por su actitud.
No salió ni cuando escuchó a sus papás llegar, ni cuando la llamaron a cenar
(excusándose con que no se sentía bien).
Mi
madre se levantó para ir a verla, pero mi tía la detuvo poniéndole una mano en
el brazo. Al otro día mi abuela se levantó en silencio al colegio. Todo tenía
un tono tragicómico, pues mi abuela se sentía avergonzada por lo que hizo, se
notaba en su rostro, entre triste y ruborizada. Se pasó todo el día mirando por
la ventana de la sala de clases. Ninguno de nosotros se fijó que le estaban
pasando de materia, pues solo la mirábamos a ella, con su jumper azul marino y
sus trenzas amarradas con cintas blancas. En tres días, la abuela Rosa no supo
nada de mi abuelo Reinaldo. Comía en silencio, pero nosotros nos conmovíamos
con verla como una adolescente y enamorada. Luego de la cena de esa noche, mi
abuela se fue a leer un libro en su habitación, mientras su madre tejía y su
padre leía el diario. Entonces tocaron a puerta. Mi primo vio a un chiquillo de
pelo largo correr por la calle, y yo me levanté a abrir la puerta, haciendo
caso omiso al Coque que me decía que me quedara allí. Antes de llegar a la
puerta se me adelantó mi abuela que salió corriendo de su habitación, quién
abrió y recogió la carta que estaba en la entrada. Cerró y dijo a su madre que
quizá fue otro bromista. Se fue a su habitación sin quitar la vista de la
carta, la cual en el sobre solo tenía escrito ‘para Rosa de Reinaldo’ con muy
mala letra.
Abrió
el sobre con una sonrisa de oreja a oreja, y leyó en voz alta: “Querida Rosa,
como no me dio una respuesta aquel día, espero que me de una el lunes que sigue
en nuestra plaza. Con cariño, Reinaldo”. Rodó por la cama hasta caerse al
suelo, donde siguió rodando, y riendo. Una carcajada nos invadió a todos al ver
a la abuela Rosa tan feliz, tan viva. Pasaron los días en los que ella se
mantuvo en silencio, pero con un aire ahora totalmente diferente. Habló con sus
amigas para saber que era lo correcto por hacer, y todas coincidieron en que
tenía que ir a la plaza. Ese lunes se peinó diferente, más tarde comentaríamos
con mis primas lo hermosa que se veía. Se despidió de sus amigas a la salida
del colegio, y se dirigió a la plaza, por el mismo camino que le enseñó el
abuelo Reinaldo.
Pero
el no estaba. En la plaza había una especia de feria o festival, con juegos y
música. Ella sacó la carta de su bolso, para ver bien el día y el lugar, y solo
entonces reconocimos la carta que mi abuela sacó cuando comenzó a contar la
historia. Vio que estaba en el lugar y
día indicados, pero el abuelo Reinaldo no estaba entre toda esa gente. Mi madre
y mis tías se llevaban las manos a la cara, y mis primos hacían gestos de
desaprobación con la cabeza. Solo entonces el abuelo Reinaldo salió por entre
todas las personas de la feria, y era como ver una película clásica. Ella y él
se abrazaron, se besaron por primera vez, y comenzaron a pasear por la feria.
Todos nosotros, sentados como espectadores los vimos alejarse y perderse entre
la multitud, en un romántico y feliz final. Entonces todo se volvía borroso,
nos envolvía el ruido de la música, y nos veíamos rodeados por la gente.
Cerré
los ojos un instante, hasta que el profundo silencio de la casa de mi mamá en
Ñuñoa volvió a presentarse, junto con el calor de esa noche. El Coque me dio un
codazo y abrí los ojos. Todos miraban a la abuela Rosa, sentada con los brazos
en las piernas, la vieja carta apoyada en su pecho, los ojos cerrados, y una
sonrisa en el rostro. Nadie lloró, ni se preocupó en demasía, pues sabíamos que
ella estaba tranquila. Cada quien llevó a sus hijos a dormir, mientras mi mamá
y mis tías buscaban alguna manta y llamaban por teléfono. La noche siguiente,
el once de enero, realizamos el velatorio.
jueves, 3 de noviembre de 2011
Última danza después de Medianoche
Comienza una danza
es la ultima danza
de una noche larga y fría.
La luna ya no está sobre nosotros
se ha movido un poco al occidente
pero la medianoche ya no está tan lejos.
Él y ella comienzan a bailar
se miran el uno al otro
y un blues los comineza a rodear.
No hace calor,
la noche es larga y fría,
pero de rojo cálido se tiñe el color.
El adagio de la guitarra en un blues
mano con mano, y mejilla en un hombro
giran por la habitación
y él la mira a los ojos donde ya se refleja ese blues.
Giran y bailan
se juntan en un solo cuerpo
vestimenta de sabana y cama
sed de alcohol y bailan.
Levantan los brazos en un lift
cierran los ojos y se encierran en su baile
aunque nadie los mire, por que bailan para ellos.
Giran y bailan
una última danza después de medianoche
en el allegro de la guitarra, y los minutos pasan.
Ya la noche se refleja en el espejo
los esconde la noche en un humo gris de cigarrillo
y ya casi no digo más, que aqui los dejo.
Pues ya han dejado de bailar
y en la oscuridad de la luz apagada
los instrumentos el blues han dejado de tocar.
El escenario vacío está
vestimenta de sabana y cama abandonados
un rayo de sol por la ventana
El escenario vacío no quedará.
Pues Bailarín y Bailarina han dejado de bailar
última danza despues de medianoche
pero no última noche de danzas y blues
y Balarín y Bailarina ya se irán a encontrar.
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