jueves, 25 de noviembre de 2010

Papel

Sentada en una silla negra, escuchando la conversación que se producía al otro lado de la pared, Delfina se restregaba las manos, nerviosa. Siempre en silencio, esperaba el momento justo para entrar a interrumpir la conversación. Pero entonces los nervios se le tiraron encima, cazándola como un condenado felino salvaje desde detrás de ese piano que nadie ocupaba desde hace quién sabe cuanto tiempo atrás. Se paraba de la silla, sin dejar de restregar sus manos. La conversación entre Luisa y Martín se interrumpía por una carcajada tímida por parte de ella, y fuerte por parte de él. Probablemente un mal chiste de Martín, viejo y gastado, del cuál Luisa se reía por mera cortesía. Entonces Delfina se volvía a sentar, no podía esperar el momento de entrar, pero parecía como que la conversación entre los dos personajes al otro lado de la pared se alargaba, y tomaban temas diversos, como la política del momento, la farándula, los vecinos, la familia, etc. Delfina se volvía a parar, a mirar el piano, a esperar.

De pronto, las voces de Luisa y Martín, al otro lado de la pared, tomaron un tono más sutil, como si se susurrasen algo privado, tomando un aire de intimidad. Delfina corrió, casi tropezando con la silla, y se asomó. Veía un sofá negro, en el cual estaban Luisa y Martín tomados de la mano, hablándose con una mirada fija en los ojos ajenos. Un vacío se apoderó del pecho de Delfina al ver a la hija de la patrona tan íntima con quien fue su amor durante años. Se echó para atrás con pasos cortos, mientras el vacío se hacía más grande, pues sabía que en cualquier momento tenía que entrar a interrumpir el acto, el condenado acto que se llevaba a cabo.

Volvía a asomarse, la conversación ya entraba en miradas sin palabras, en leves insinuaciones de que algo – imperdonable para ella – se acercaba en aquel sofá. Delfina se mordía los labios, nerviosa, cuándo Luisa le mando una rápida mirada. Ella sabía que significaba esa mirada, y se echó para atrás. “Te amo”, escuchó decir entonces a Martín, con esa voz tan reconocible hasta por un teléfono. “Ahora es cuando” pensó Delfina, armándose de valor. Tomó la actitud correspondiente, y entró a la habitación con violencia y seguridad, con la intención de armar un gran escándalo en su entrada, pero procurando no entrar con el típico y patético ‘¡¿Qué está pasando aquí?!’.

Al instante mismo en que ella irrumpió en la entrada, Martín y Luisa se levantaron del sofá, con la mirada asustada por la impresión que los dejó con un beso sin siquiera comenzar. La mirada fija, primero en la chica, la hija de la patrona, luego en el joven, su amigo de varios años, provocó las primeras palabras que inculpaban a las dos personas que estaban frente a Delfina. Delfina no sabía si reír, si gritar, si llorar. Solo estaba conciente del odio que ahora nacía hacia Luisa. Ella miraba a la criada, asustada, pues no era primera vez que le faltaba la confianza a quien la acompañó, crió, y ayudó desde su niñez, y sabía que Delfina estaba completamente al tanto de ello. Lo identificaba en su mirada, esa que todo el pueblo la hacía catalogar como la más transparente.

Finalmente, Delfina comenzó a reír; una risa nerviosa, algo estúpida, que en ese momento otorgaba un ambiente tétrico, con el cual todos los presentes sintieron un escalofrío. Comenzaba a caminar por la habitación, rodeando el sofá negro ahora desocupado, mientras Luisa y Martín se alejaban temerosos de la criada. La falta de palabras hacía más denso el ambiente, lo cual producía que el tiempo avanzara mucho más lento. Llegó al mueble, ese mueble al otro lado del sofá negro. Sin dejar de reír, Delfina acercó una mano al mueble, y abrió el cajoncito. Luisa, asustada, sabiendo a lo que iba la criada, se apresuró a correr para detenerla, hacerla entender, entrar en razón como tantas otras veces lo había hecho por tantas otras razones. Pero antes de que alcanzara a dar un paso, Delfina ya estaba apuntándola con el arma que su patrón guardaba convenientemente en el cajón, al lado del sofá negro del living.

Delfina comenzaba a pronunciar unas palabras, el último discurso que testimoniaba el desquiciamiento que todos los actos anteriores provocaron en su mente de joven provinciana, mientras Luisa y Martín se abrazaban, asustados, sabiendo que se condenaron el día en que decidieron juntarse en la casa el día que sus padres se iban a la playa. Delfina, mientras la hija de su patrona pedía clemencia, terminaba el desquiciado discurso con la expresión seria, ya sin enojo, sin risa, sin llanto, decidida a terminarlo todo con apretar el gatillo. Entonces Luisa daba sus palabras, pidiendo perdón a la criada. Pero Delfina no cambió su expresión, ni bajo el arma. Ahora Martín daba explicaciones a su amiga de años. Pero Delfina se mantenía inmune a palabras que ya de tanto escuchar, sonaban vacías, sin sentido alguno.

La criada los observó por un par se eternos segundos, en los cuales se pensó que podría haberlos perdonado. Pero sentenció la escena con un “Ya es tarde”, y al mismo tiempo que alguien del público daba un grito ahogado, Daniela apretaba el gatillo del arma falsa. Los otros actores caían al suelo al tiempo que el telón se bajaba lentamente, y una canción cerraba la obra con un broche de oro. Daniela sintió el aplauso de un público satisfecho, ayudó a sus compañeros a levantarse, y sonrió. Todo había salido bién.

viernes, 23 de julio de 2010

A veces tan solo un sueño.

No lo lograba entender. Ni siquiera conocía a aquella mujer que se encontraba de pie frente ella, con el arma en la mano. No lograba reconocer ni la calle donde estaba. “¿Para dónde te fuiste?” pensaba con rabia, mientras se llevaba la mano a la herida. Su pololo habría desaparecido hace algún rato, o algo así. Ya no le miraba el rostro a la otra mujer, pero sabía que reía de una manera tal, que le resultaba insoportable. Trataba de pensar en cualquier cosa para poder evitarlo, pero la risa de aquella mujer le calaba más hondo en la cabeza, que la bala en el cuerpo.

“¿Qué tal la prueba de mañana? ¿No has estudiado?” pensaba. Pero se miraba la mano, veía la mancha de sangre en su mano. Eso la distraía. “Bueno, igual no te va tan mal en lenguaje” se decía, trataba de visualizar los cuadernos, las clases, al profe Luís con sus tallas, o a la Camila y sus comentarios. Algo que la distrajera de la risa de esa mujer, que caminaba alejándose de la escena. “Por último pedí una ayudita”. No sabía que hacer. No quería caerse, por que si lo hacía sabía que todo pasaría más rápido. No era la idea. Respiraba tranquila a pesar de a situación. “¡A dónde te fuiste, David, por la chucha!” pensaba. Pero no escuchaba nada. Ya no se oía la risa de la mujer, ni nada. Los perros no ladraban, a pesar de lo fuerte que sonó el disparo. No se escuchaban autos, ni nada. No había gente a su alrededor. Tratando de oír algo, tan sólo logró escuchar un piano a lo lejos, con el ritmo de 11 y 6 de Fito Paez a lo lejos. “Me encanta ese tema” se dijo con una sonrisa en la cara. Trataba de tararear el tema, para no sentir el dolor de la herida. Pero ya no sabía si podría seguir en pie. Le temblaban las rodillas, se le entumecían los muslos, y ya no sentía mucho los dedos de los pies. Cerró los ojos.

Los abrió para observar el techo a oscuras de aquella noche fría de mayo. Medio dormida veía la ampolleta a lo alto, y su sombra desplegada en el techo con la luz de la luna. Se tapó los brazos congelados, e intentó dormir de nuevo. Su gato se paseaba por su cama, tratando de acomodarse nuevamente. Catalina volvía a dormir.

Volvió a abrir los ojos. Ahora estaba de rodillas en el suelo. Se debió haber caído en ese segundo en que estuvo inconciente. Aún le dolía la herida, esa herida de bala que estaba bajo las costillas. Escuchaba voces. Por ahí escuchaba la voz de David tratando de ir hasta ella, pero no lo dejaban pasar. No sabía si habían carabineros, una ambulancia, o simplemente gente ahí agolpada a su alrededor. Por más que abría los ojos, no lograba ver bien su entorno. Una voz se escuchaba a lo lejos “Cata, relájate, ya vas a estar mejor”, aunque ella sabía que quien le decía eso estaba casi a su lado. Ella sólo asentía con la cabeza. Sintió unos brazos en sus hombros, que la cargaban para que se recostase en el suelo. “Acuéstate, acuéstate Cata” le decía la voz a lo lejos. Entonces escuchó muchos murmullos a lo lejos. Trató de mirar que pasaba, y con la vista algo borrosa reconoció la silueta de David. Él se sentó a su lado, y la tomó en brazos. “¿Dónde estabas?” le preguntó Catalina con dificultad, y algo molesta por la tardanza de su pololo. David la hacía callar, le pedía que se tranquilizara, y según parece le sonreía. Le acariciaba el pelo, y algo decía a la gente a su alrededor. Nuevamente escuchaba la canción de Fito a lo lejos.

“Me encanta esa canción” decía Catalina nuevamente a David. “Les puedes pedir que le suban el volumen, David”. No sabía si él le había hecho caso, pero de pronto sintió con más intensidad la voz del argentino en sus oídos. Cerraba los ojos tratando de dormir con aquella canción, pero David la despertaba con unas palmaditas en la mejilla. Algo le decía, pero ella no le entendía. Hubo silencio.

De un segundo a otro, Catalina dejó de ver borroso. Veía a David con perfecta claridad, y veía a su entorno que ahora estaban solos. Pero no escuchaba nada. Sólo había silencio por todos lados. Ya ni siquiera oía la canción de Fito. Trataba de leer los labios de su pololo, pero no entendía lo que le decía. De pronto pareció que algo le preguntaba, y se quedaba esperando una respuesta. Catalina frunció el ceño, y asintió con la cabeza.

David la tomó en brazo, y comenzó a caminar a paso firme. No iba corriendo, ni siquiera iba rápido, pero trataba de llevar un paso firme. Catalina no tenía idea a donde la llevaba, pero trató de afirmarse bien a su cuello para no caer, mientras con la otra mano se tapaba la herida que no dejaba de dolerle. Trataba de relajarse. Sentía la brisa en la cara, quizá la última brisa que sentiría sería aquella. Sentía como que iban subiendo. Parece que estaban en algún cerro de Valparaíso, o de alguna playa de la costa de la quinta región, pero no recordaba en que momento se fue para allá. Solo se dejaba relajar con esa especie de brisa marina que le llegaba en la cara. Ya no miraba a la cara a David. Tenía los ojos cerrados y la cabeza gacha. Quería escuchar algo. Alguna cosa la canción de Fito, el sonido del mar, gente, autos, o la voz de David. Pero en su cabeza reinaba un silencio total, y solo se podía concentrar en el dolor de la herida. De pronto comenzaba a escuchar la risa de aquella mujer, que con cada paso que daba David, más fuerte sonaba, y más le dolía la herida. “Dile que se calle”, decía Catalina. Pero sonaba más fuerte. “David, dile que se calle” decía con voz débil. Trató de mirar el rostro de su pololo, y vio como éste solo la hacía callar. “¡David, por favor, dile que se calle a esa mujer!” trata de gritar, pero aún así su voz parecía sonar débil. David solo la hacía callar. Catalina se aferró al pecho de su pololo con la intención de dejar de escuchar esa risa. La risa no era macabra, no era una cosa que le diera miedo o algo por el estilo. Solo le molestaba escuchar esa burlona risa de la mujer que le disparó hace un rato sin razón aparente. Pero la risa sonaba cada vez más fuerte. Más y más fuerte. Y más y más le dolía la herida. David solo la hacía callar.

Su gato, de pronto, le cayó encima. Se despertó de golpe. Aún era de noche. La puerta se había abierto de repente. Quizá por el viento, o por algo. Su gato saltó del susto, y le cayó encima. Catalina se lo sacó de encima, se levantó a regañadientes, y se dirigió a la puerta para cerrarla. En ella sintió una leve brisa fría que venía del pasillo. Salió de su pieza para ver si había alguna ventana abierta, pero todas las puertas estaban cerradas. Respiró hondo, algo asustada, y algo nerviosa. “Mejor me voy a acostar, mañana me tengo que levantar temprano” pensó, sólo para tranquilizarse. Entró a su pieza, y cerró la puerta. Se acostó correteando a su gato, y se tapó hasta el mentón por el frío. “Mañana me tengo que levantar temprano” se dijo con un bostezo. Poco a poco comenzaba a dormirse de nuevo. Y mientras se le cerraban los ojos, veía su puerta abrirse nuevamente.

Entonces David la hacía entrar en una habitación de aquella casa que ella desconocía. Era una casa de madera, ubicada en algún lugar alto de ese supuesto cerro de Valparaíso. David la hizo entrar en una habitación grande del segundo piso. La recostó en el piso, y él se fue a un escritorio por ahí cerca. Catalina aún tenía la mano sobre su herida. Ya no le dolía tanto, pero sentía la molestia bajo las costillas. Aún respiraba tranquila. Ahora escuchaba bien. Escuchaba a David en el escritorio, moviendo cosas, buscando algo. Ella, por su parte, tenía claro que no había más que buscar. Ya tenía asumido lo que venía. Según ella creía, lo mejor sería dejar que las cosas pasaran. “David” lo comenzó a llamar.

Lo llamó unas cinco veces, cada vez trataba de levantar más la voz. A la última que llamó, David se le acercó. Tal como cuando estaban en la calle, se agachó junto a ella, y a apoyó en sus brazos. “Ya David, me voy a morir” de fríamente. “No, no, Cata, si vas a estar bien” le decía su pololo, mientras le acariciaba el pelo. Pero Catalina estaba convencida de que ese era el momento en que iba a morir. “No David, si ya… ya me estoy muriendo” le decía Catalina. Comenzó a sentir un cosquilleo en los pies, mientras David le seguía dando palabras tranquilizadoras. Pronto el cosquilleo se le comenzaba a extender a las rodillas, y era como si las partes del cuerpo se le empezaran a dormir de a poco. Ya no le dolía la herida. Ya no escuchaba la risa. Ya no escuchaba ni a Fito.

Cuando se le empezaban a dormir la puta de los dedos, solo veía la cara de David sobre la suya, y sobre éste el techo de madera con una ampolleta a su centro. Y su sombra que se extendía por el techo con la luz del atardecer. La voz de David se escuchaba lejana ya. Ya caso no lograba distinguir la sonrisa de su pololo tratando de tranquilizarla. El cosquilleo llegaba hasta su cuello. Una silueta se comenzaba a dibujar tras el cuerpo de David mientras su vista poco a poco se nublaba. Catalina reconoció de inmediato la silueta de la mujer que le abría disparado, allí parada en la habitación, sonriéndole. Trató de decirle a su pololo, de gritarle que aquella mujer estaba allí en la habitación, pero en un segundo su vista se nubló por completo. Todo se volvió a negro.

“¿Y eso es todo?” pensó pasados unos segundos. Sintió una brisa helada en la cara. Luego la brisa se hizo más y más fuerte, y le llegaba a todo el cuerpo. Caía. Abrió los ojos, pero no veía nada. Para dónde mirase, todo era negro, todo era oscuridad. Nada le indicaba qué era arriba, o abajo, o un lado, o el otro. Aunque intentase estirar los brazos, no alcanzaba nada. Todo estaba muy lejano ya. Pero aunque no tocase nada, ni viese nada, ni escuchase nada, Catalina sabía que caía. Sentía su cuerpo caer al vacío, y la brisa que le chocaba en todo el cuerpo. Pero ya ni el cuerpo lo sentía. Era como un trapo que caía. Una caía rápida, pero que no acababa nunca. No pesaba nada. Dentro de toda la tensión de haber muerto, se sentía la cosa más relajada del mundo, con solo caer al vacío. “¿Y esto es morir?” pensaba. Los pensamientos aparecían como frases sueltas, pues ellos se iban quedando arriba, mientras ella caía. “Jamás vi mi vida pasar ante mis ojos” se dijo con sarcasmo, y una risa que también se quedo volando por ese agujero por el cual caía. Ni una luz en el fondo se veía. Ya se comenzaba a desesperar, al sentir que jamás dejaba de caer. Le comenzaba a faltar la respiración, pues ya no la necesitaría. Su mente en blanco. No cuerpo… ni peso… caía… manos a los ojos.

Se destapó la cara, y observó la ventana de su pieza. La luna aún alumbraba en lo alto. Pero Catalina no había despertado aún. Con los ojos aún abiertos, vio su pieza girar a su alrededor, mientras se acomodaba en su cama. Ya no tenía idea donde estaba el gato. Volvió a abrir los ojos, pero estaba en otra habitación, de la misma casa. Sabía que David estaba en alguna otra habitación, quizá algún piso más abajo, o algún piso más arriba. Ella en cambio estaba en otra habitación, parada inmóvil, como una lámpara de pie, acompañada de otras personas que habían tenido su misma suerte. Todos, la mayoría ancianos de cabello completamente canoso, mantenían una posición inmóvil, rígida como si fuesen estatuas, y no miraban más que para el frente. Catalina se sabía muerta, y los sabía a ellos muertos. Pero no sabía donde estaban. Solo sabía que era la misma casa donde la llevó David, hace rato. Sabía que era la misma casa donde estaba aquella mujer.

Aquella mujer. Lo más probable es que estuviese por ahí cerca en ese momento. Quizá la estaba mirando. Catalina intentaba voltear el rostro, buscaba a esa mujer, quería verla observándola con su sonrisa burlona. Pero no se podía mover. Era como una estatua más de ese museo de ánimas. Hacía lo posible por mover, aunque fuese un dedo. Pero algo no se lo permitía. La mirada de aquella mujer la sentía en la nuca. Necesitaba moverse para encontrarla. Alzó la vista, y vio que una de las personas que allí se encontraba la miraba fijamente a los ojos. Entonces pudo mover la cabeza. Pero perdió el equilibrio, y su cuerpo comenzaba a caer como tabla. Veía el suelo acercarse, cómo una cómica caída en cámara lenta. Volvía a abrir los ojos, pero ahora miraba la pared. De hecho tenía la pared casi en la nariz. Afuera el día como que quería pero no quería empezar. Parecía que el solo jugaba con la luna para ver quién se movía primero. Catalina escuchaba la voz de Fito, lo que la animaba a despertarse. Pero no podía. El cuerpo le pesaba. Casi sentía que no era suyo. Con gran dificultad giró sobre sí misma, y tomó su teléfono, del cual parecía venir la música. La hora le indicaba las siete con setenta minutos. Hizo volar el teléfono hasta el escritorio, y se abandonó a sus sueños.

Catalina abrió los ojos. Con mucha claridad vio la ampolleta del techo de su pieza alumbrada por el sol de la mañana. Se incorporó asustada por ese extraño sueño que tuvo en la noche. Se sentía nerviosa, algo paranoica por haber soñado con su muerte. Tomó el teléfono que estaba en su escritorio. Eran las casi las siete y cuarto de la mañana. “¿Por qué chucha vi que eran las siete con setenta?” se preguntaba entre extrañada, asustada, y graciosa. Se llevó las manos a la cara, y se rió un rato de si misma. Una risa nerviosa. Aún sentía la mirada de aquella mujer del sueño en la nuca.

Ese día no iría al preuniversitario. Luego de haberse bañado, vestido, y de haber tomado desayuno, se dirigió a casa de su pololo. En la ducha analizó el sueño de muerte, recordando cada detalle. Cómo se le dormía el cuerpo, como caía al vacío, y como estaba tan conciente de todo. No sabía si reírse o tomarlo en serio. Camino a casa de David trataba de olvidar el tema. Pero con pocos resultados.

Llamó a la casa de su pololo con una sonrisa nerviosa en la cara. Tenía intenciones de contarle el sueño, reírse un poco, y olvidar el tema. Pero al abrirse la puerta de la casa, apareció un joven que ella lo reconocía como el David del sueño, pero a la vez lo veía como un desconocido. Quizá por que se veía un poco mayor, o algo así. “¿David?” le preguntó Catalina. El joven asintió extrañado. “¿Usted es…?” le preguntó. Catalina le sonrió asustada, pero su sonrisa se borró al ver su reflejo en la ventana de la casa. Se reconoció de inmediato como la aquella mujer. El pelo, la cara, sabia que la mujer del relejo, era la mujer del sueño. Miró al David que aún la observaba extrañado. Entonces Catalina lo recordó. Recordó que ella ya no era la misma Catalina fallecida unos cuantos meses atrás.

miércoles, 14 de abril de 2010

Solo una idea

Suaves ideas corren por mi cabeza,
pero no encuentro la correcta.

Mi búsqueda comienza en mi casa,
mi hermana me lanza a la plaza,
donde los pájaros cantan la mañana.

Pero no dicen nada, sus cantos
vacíos de ritmo y sentido no dicen nada.

Salto a la fama donde las ideas
de falsas historias que a nadie importa
son más masivas que las corrupciones.

Doblo la esquina y veo un gato jazz
vestido a la ultima moda Key
cantando Runaway.

Un puro de marca en su pata izquierda,
hecha el humo al cielo haciendo formas psicodélicas
que bailan Ray Charles con los personales de Julio,
por allá en Buenos Aires.

Pero el gato maúlla en clave,
y mi conciencia me dispara un "hey man, wake up!"
con un inglés yanki que no soporto escuchar.

Sigo caminando, mientras la Noche llena de estrellas
lo que antes estuvo soleado.

Un poste me alumbra, me habla
extiende sus manos de fina
electricidad Santiaguina.

Toma su guitarra, y con malas rimas de rap urbano
apunta al norte pidiendo algo cubano.

Me indica que las ideas se van al norte
o al sur,
si es que no pasan por la costa veraniega.

Extiendo los brazos,
para alcanzar una estrella, llegar más rápido
de un gran salto a la tienda cerebral.

Mi conciencia me sigue
me agarra los tobillos y me grita:
"Take my idea, oh my little friend.
Play with your people, it will be the end.
My english isn't the best, but you must to understand,
if you don't listen to my voice
nothing will be Ok"

Llegando a mi destino, fastidiado como Charlie
toco la puerta, donde nadie me contesta.

La ampolleta desde lo alto del techo
"cerrado" me grita, el letrero esta escrito.

"Vuelve otro día" me grita otra ampolleta,
una fea y vieja ampolleta,
se queja por ser cambiada,
por otra que es mejor.

De esa forma vuelvo a casa,
sin ideas en el bolsillo.

Solo escribo un día extraño,
con la esperanza que mañana
se vea un color distinto...

viernes, 26 de marzo de 2010

Realidad de ella.

La dueña de casa haría lo posible por levantar la casa. La falta de su marido producto del terremoto no la detendría ante la idea de salir adelante, más aún teniendo que cuidar a tres hijos varones, ninguno mayor de doce años. Ella esperaba ser un icono de la gente de Iloca, la representante del esfuerzo y el coraje para no decaer en la depresión. Pero ya estaba aburrida del tema del terremoto. Todos los días, en todos lados, siempre lo mismo.

Ahora Esteban llamaba a la puerta, y ella se paraba del sillón en el que habría estado llorando luego de saber que el hijo de Lucía no era de Guillermo, sino que de Lucas; aquel hombre que ella amó desde la infancia. "Inés, ¿qué te pasa?". Pregunta estúpida. Él estuvo allí cuando Lucía le daba la noticia a Inés, solo para hacerla sentir mal. Inés volvía a llorar contándole a su amigo del colegio lo sucedido en la tarde anterior en ese mismo departamento. Esteban la abrazaba para tranquilizarla; tampoco era nuevo saber - de hecho era algo obvio - los sentimientos que él tenía hacía su amiga. Quizá este era el paso para que él se la jugara por ella, aunque ella vivía por algún día poder estar con Lucas.

Qué irreal. Qué falso, y qué estúpida era esa mujer. Prefería saber en que estuvo ese futbolista la noche anterior, y con quién, porque después de que terminó con ella ante todas las cámaras, ha figurado más por la gente con la que sale y a dónde sale que por los goles que ni siquiera ha hecho. Así es como se enteró de que el ex ahora sale con esa joven que alguna vez pololió con el joven, que es hermano del que golpeó al otro tipo que salía a carretiar con la prima de la mejor amiga de ella. Ella, por supuesto, se sintió horrible con la noticia, pero era información que no le interesaba, y de dudoso origen. Parecía inventada por los periodistas.

Y antes de tener que verla a ella hablando con su esposo el presidente en el programa del narigón, decidió apagar la tele. Miró la hora,y se fue a acostar. al día siguiente ella tenía clases.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Tres tazas y un tiro

Se sienta en una mesa, en la cafetería ubicada en el centro de Santiago, con una cara que indicaba lo desgraciada que sentía que era su vida. La camarera se le acercó, y le preguntó que se serviría. Dijo que por el momento solo se iba a servir una taza de café; inmediatamente sacó del bolsillo de la chaqueta la billetera, y le pagó por anticipado. Luego volvió a guardar la billetera en el bolsillo de la chaqueta, justo a un lado de donde se encontraba el revolver, con la bala destinada a la única persona que arruinó su vida.

Apenas recibió su café, y dio el primer sorbo, comenzó a recordar. Fue tan solo en Diciembre pasado, mes en que tenía que hacer el mejor de los informes, puesto que cerraba el año en que encontró su primer trabajo decente. Por ello estuvo todo el mes trabajando duro, hasta altas horas de la noche para entregar el informe de su vida. Para el 23 de Diciembre ya estaba listo, y su pecho se inflaba al pensar que ese era uno de sus mejores trabajos, y que valió la pena el perderse varias de las citas con su novia. Con una sonrisa en la cara se dirigió a la oficina de su jefe. Este, serio como siempre, recibió el informe, y sin mirarlo lo dejó a un costado de su escritorio. Algo extrañado, el joven contador se devolvió a su oficina. Aproximadamente a los diez minutos su jefe lo mandó a llamar. Apurado, se dirigió a la oficina de su jefe, pero al abrir la puerta recibió en la cara su preciado informe. Además, su jefe le reprimió que ese era uno de los peores informes, y lo quería rehecho para el 26 de Diciembre. Dejó el recuerdo junto con el último sorbo de café. Llamó a la camarera, le entregó 600 pesos más, y le pidió otra taza de café.

Mientras aquel hombre calvo, de nariz prominente, vestido con un terno negro, conversaba y carcajeaba con los otros directores y gerentes, el joven contador lo observaba con la mano derecha en la oreja de la taza de su segundo café, y la izquierda en el mango del revolver. Fue entonces cuando otro episodio se le vino a la mente. En la tarde del 24 de Diciembre, a eso de las seis, recibió la primera llamada, era de su madre, quién lo esperaba en casa, con todo el resto de la familia, para la cena de Navidad. Él le explicó lo del informe, y ella lo reprimió con que “ahora sólo se preocupaba del trabajo y de la novia, y que la familia no le importaba para nada, pues ya era algo de segundo plano”. Con lo molesta que se encontraba su madre, el joven contador no encontró punto para contradecirla. Al día siguiente recibió la segunda llamada; el 25 de Diciembre, a eso de las 9.30 de la mañana, su novia lo llamó para reprimirle que nuevamente la dejó esperando sola. Le alegó que no era la primera vez sucedía, y por ello lo castigó con la peor frase… “no quiero volver a verte”.

El café se le acabó con un amargo sabor en la boca, al ver como su jefe, a tres mesas de la suya, se levantaba a recibir a su invitada. Y mientras ambos se sentaban, el joven contador pidió su tercer café. Con cada sorbo de café pensaba, y recordaba que no era la primera vez que veía aquella imagen. Hace una semana vagaba por las calles de Santiago, tratando de saber que fue del segundo informe anual que se vio obligado a hacer días antes. Su novia ya no le contestaba llamadas, ni mensajes, ni correos, ni nada. Tampoco sabía que era de su familia, con la diferencia que en este caso fue por que él no quiso llamar. Al día siguiente, un viernes 30 de enero, su jefe se le acercó con la misma cara de seriedad que lo identificaba. Con un quinto sorbo de café recordó las palabras exactas que le dijo: “su trabajo realmente no fue favorable para la empresa. Realmente nos costó caro, y… bueno, tome sus cosas y lárguese. Está despedido”.

Agachó la mirada, y observó su taza de café medio vacía. Sintió que ese sería el café que más le costaría beber. Se tapó la cara con las manos, y volvió a recordar. Aquel sábado, a las 6.30 de la tarde lo llamó su novia.

- ¿Aló? – contestó él.

- Supe que te despidieron – le dijo ella.

- ¿Cómo lo…?

- Te lo merecías – y colgó.

Ni siquiera alcanzó a dejar el teléfono en el velador, cuando lo llamó su madre: “supe que te despidieron”.

- ¿Quién te dijo? – respondió él.

- La Magdalena pues – dijo ella, con un frío tono de voz.

- Ya veo…

- Yo ya lo veía venir. Te lo mereces por ser un bueno para nada, tal como tu padre. – y colgó.

- Gracias madre – dijo este luego de una pausa, y lanzó el teléfono por el aire.

El día domingo salió a caminar, para beber algo. Con el dolor de una piedra pasando por la garganta al beber el último sorbo de café recordó la imagen que ahora se repetía. La imagen de su novia y de su jefe, sentados en una cafetería, conversando y carcajeando. Un dolor le oprimió el pecho al ver aquella imagen, y al pensar ya no le quedaba nada. Aún así, con el dolor del alma, se sentó en una mesa, y escuchó como se organizaban para que al día siguiente él la presentaría a todos sus compañeros directores y gerentes cuando estuviesen tomando café. Día en que el joven contador decidió tomar el revolver que su tío le regaló años atrás, y partir a la cafetería. Día en que él decidió eliminar a quién arruinó su vida.

Por ello, al llegar a la cafetería, al terminar su tercer café, al terminar de recapitular los últimos hechos, se levantó de la mesa, y se dirigió a donde estaba su jefe, su novia, y los otros directores y gerentes. Los observó con seriedad, cogió el revolver, lo alzó, y se disparó en la cabeza.