miércoles, 26 de octubre de 2011

Skrik

Inspirado en la obra 
expresionista de Edvard Munch.



La ducha. Para muchos es quizá el momento más relajante de todo el día, el agua caliente cayéndote por las espalda, y el pelo, un poco de jabón por aquí, un poco de shampú por allá. Un par de segundos, o quizá un poco más para sentir ese momento, disfrutarlo, abrazarlo, o que él te abrace.”El relajo tiene el nombre y el color del agua caliente de una ducha en una mañana de invierno”, para quien quiera poetizar. Normalmente le gustaba tomarse tiempo bajo las gotas que resbalaban por su cara, le tranquilizaban los músculos, le hacían olvidar al menos por un instante tanta cosa, tanto pensamiento que no lo dejaban volver de la oficina, al menos no mentalmente. Además ahí nadie lo podía molestar, su mujer dormía, pues entraba más tarde a su trabajo, y sus hijos ya se habrían ido al colegio (o a la universidad, quién sabe). Ese era su momento y su lugar, todas las mañanas, todos los días (menos los fines de semana, días en que todo lo bueno y lo malo se toma un descanso). Pero no ese día…
No ese día…

No… no ese sábado.

Día viernes por la tarde, y él está sentado en su oficina, digitando números con los ojos pegados a la pantalla a través de los lentes, la espalda jorobada, y un vaso de café cargado junto a su mano izquierda, ya casi a la mitad, y se sabía que así se quedaría al menos hasta un par de horas más cuando la Carmencita pasara recogiendo la basura del día y le dijese “¿se va a tomar esto? Está frío”, a lo que el respondería “entonces no, estoy ocupado” sin mirar, como siempre, cosas de gente ocupada (de gente de oficina, quizá). Pasaban los minutos, algo no salía bien, no lograba cuadrar, no encajaban los números, dos o tres dígitos, números, cantidades, cosas, porqué, porqué, el café ya no estaba, “entonces ya pasó la Carmencita”, “qué hora es”, se levantaba, buscaba en sus bolsillos del pantalón, pero miraba la chaqueta colgada detrás de la puerta entreabierta, se rascaba la cabeza casi calva por los años, y se pasaba la mano por la barba detrás por las semanas, las largas semanas. El bolsillo de la chaqueta, ahí era, unos Belmont Light, no, no unos, uno, en el otro bolsillo el encendedor color verde, ya casi gastado, pero aún lograba mantener la pequeña llamita color amarillo como las poleras que usa su hija (o usaba, quién sabe), pero no prende, no prende, uno, dos, tres intentos, no prende, no cuadra, no sale, el frío le acalambra el pulgar, “¡la calefacción, Carmencita, por la cresta!”, se le resbalan los lentes, pero ya, ahí, prendió, el cigarro igual, aspira una bocanada que entra y se pasea feliz hasta el fondo de su pecho, y luego exhala el humo, abre la ventana, y se abandona en su silla. Se suelta un poco la corbata, cierra los ojos, y sigue con su Belmont Light. Sintió un cosquilleo en la nuca, lo cual siempre significaba que ya estaba relajado. Le pasaba lo mismo en la ducha, o cuando era joven luego de pasar una noche en casa de su actual mujer (cosas que ya no suelen pasar).
Volvió la vista a la pantalla del computador, y claro, le faltaba un estúpido dato en los ingresos del mes. Se quitó los lentes, llevó la mano con el cigarro a su boca, y retirándola se llevó la otra mano a la cara, la cual se tapó para reír. De la nada le vino una risa, como si le hubiesen contado algo comiquísimo. Rápidamente abandonó el carcajeo, se volvió a poner los lentes, y continuó con el trabajo, volviendo a su posición inicial. Por afuera de la oficina pasó la Carmencita, llevando una bolsa con papeles del baño. “Carmencita” la llamó, levantándose de su silla para alcanzarla en el pasillo. Se encontraron bajo el marco de la puerta de la oficina, y ella tenía una cara entre preocupada, apurada, y supuesta a hacer cualquier favor.
- ¿Estará prendida la calefacción? – preguntó él.
- Si, si lo está, ¿tiene frío, don? – respondió ella, con ese acento que a veces le caía bien, y otras veces le cargaba por el único hecho de que eran peruanos. Ese día, simplemente no le molestaba.
- No, no, no – exclamó él con un movimiento de la mano derecha, pues la otra la mantenía sosteniendo la puerta de la oficina –. Sólo era por saber, no se preocupe, Carmencita. Ah, y discúlpeme por haberle gritado hace un rato, es que de repente pierdo la cabeza, ¿estamos? –. La Carmencita lo miró extrañada. Giró un par de veces la cabeza para ambos lados del pasillo, vacío como todos los días a esa hora de la tarde, y dio un par de pasos hacia la puerta de la oficina.
- Usted no me ha gritado, don – le dijo, apoyándose en la escoba con la mano con la cual sujetaba la bolsa con papeles, como si fuese un coligüe, y la otra mano la apoyaba en la cintura como si estuviese embarazada. El hombre que asomaba la cabeza por la puerta de la oficina arqueó las cejas, y dijo algo así como “estoy seguro de que le grité”. Se despidió rápidamente con una palabra inentendible, y cerró la puerta de su oficina. Al otro lado se escuchaba como se lanzaba en su silla, para una vez más abandonar el cuerpo, y trabajar automáticamente, por el par de horas que quedaban de trabajo. Sin más que hacer ahí, Carmencita siguió su trabajo.

Ya eran cerca de las ocho de la noche, él volvía del baño, luego de haber tenido unas horribles ganas de orinar. En el pasillo se encontró con la Carmencita que le dijo que don Carlos estaba en su oficina, esperándolo. “Este viejo de mierda” pensó (en voz alta), miró hacía la puerta de su oficina, se volvió a Carmencita, le dio las gracias (con la mirada), y se dirigió a hablar con su jefe. Frente a su puerta, se arregló un poco, y pensaba en la situación, para relajarse un poco. Simple solución, como matemática simple: un viejo cercano a los cincuenta y cinco o cincuenta y siete años, hijo del cuñado del primer director de la empresa, fue contratado hace unos diez años para ocupar el cargo de gerente general. También ahora quería hablar con él, quince años trabajando, y hace cinco en el cargo de jefe de administración; no era la primera vez, como no era la primera vez que le molestaba tanto pensar que al otro viejo le hubiese tomado dos tercios del tiempo que él llevaba trabajando allí, lograr… y ni siquiera lograr, conseguir… ni siquiera conseguir, simplemente estar en un cargo mayor, sólo por ser el hijo de quién sabe que pelotudo con dinero. (Historia trillada, el sabía que no era el primero ni sería el último testigo de tales situaciones, y se esforzaba en pensar en ello para tranquilizarse… resultados a la hora de la sopa.)
Se sentó en la silla de los invitados, puesto que don Carlos yacía sentado en la suya, cómodamente bajo ese enorme estomago cultivado con el paso del tiempo, y la llegada del dinero. Su risa no era molesta, en lo absoluto, de hecho tenía gestos y una forma de hablar muy simpáticos y agradables, pero solo eran agradables dependiendo de la situación en la que los emplease, o de las cosas que te decía. Él siempre se fijaba en estos gestos, solo para darse a entender cuando se iba a sentir molesto, cuando incómodo, cuando confundido, y cuando le provocaría risa. Al entrar vio al enorme hombre sentado en su silla, que lo recibió con una sonrisa (molestia); luego don Carlos lo invitó a sentarse en las sillas para los invitados (incomodidad); contó un chiste acerca de otro viejo, uno de tantos viejos del directorio (risa); pregunta acerca de la familia, la mujer, la hija y los estudios, el hijo y ese partido de fútbol de hace dos semanas, o de básquetbol, quién sabe (uhm…). Luego venía la conversación seria, introducción innecesaria, mucho bla bla,  vueltas y vueltas en cosas redundantes, que has sido tan buen empleado, pero que ya sabes, los gastos, el presupuesto, alzas, bajas, más y más jergas económicas, rodeos, pero ningún punto, nada, nada, “y a qué quiere llegar”, movía las manos al hablar, les daba vueltas, como las ideas repetitivas que llevaba diciendo hace menos de dos minutos, eternos dos minutos, entre los cuales con cada palabra que decía desprendía letras, d, que solo llegaban a una idea, e, entonces, si todo estaba tan claro, s, para qué tanto rodeo, p, por qué no lo dice ya, e, si le dieron esa facultad hace diez años, d, dos tercios del tiempo, i, comenzaba a mover una pierna, inquieto, d, sentía que transpiraba mirando esas manos moviéndose en círculos, esa boca hablando, balbuceando palabras vacías, que tan solo, o, tan solo…
“¡Señor!” gritó. Se encontraba de pie, la silla estaba tirada en el piso, y don Carlos lo miraba algo confundido. “¿Se encuentra bien?” le preguntó.
- Siento mucho haberle gritado… – comenzó a disculparse.
- No me ha gritado – le interrumpió don Carlos – pero es que de pronto se puso de pie y… ¿tiene que salir? Si es así yo lo entiendo, y conversamos mañana.
- No le…  - se extrañó – no, no importa, es solo que tanta palabra me tiene algo confundido, y quería saber cual es su punto… ¿me está despidiendo? –. Hubo un silencio luego de la última pregunta, antes de que don Carlos soltara una carcajada estruendosa (incomodidad, nuevamente), y se echara para atrás en la silla. Lo miró fijamente a los ojos, y dijo:
- No, nadie te va a despedir, no a ti – se levanto de la silla con mucha dificultad, dando la impresión de que la conversación ya estaba concluida, o concluyendo. Rodeó el escritorio, y se le acercó, como para decirle un secreto –. Pero necesitamos que despidas a alguien –. Volvió a sonreír (cabello erizado en la espalda), y se dirigió a la puerta – nos vemos mañana.
- ¿Mañana? – se extrañó, y los lentes le resbalaron un poco en la nariz.
- Si es que – comenzó a explicar don Carlos con una mano en la perilla de la puerta de la oficina. Ya no sonreía, y tenía la mirada en el suelo, como buscando algo – por lo que he visto, te quedan muchas cosas por hacer con eso – apuntó con el mentón al computador.
- Más o menos – replicó.
- Y nos avisaron hoy en la tarde que el lunes va a haber una reunión extraordinaria con el directorio – continuó su jefe – y bueno, necesitamos eso listo.
- Lo puedo terminar hoy día, señor. ¿Cuánto falta para salir?
- Fue hace trece minutos, exactamente. Ven mañana temprano, y necesito que vayas a cobrar esto – le dijo entregándole un cheque doblado a la mitad – es para pagarles a los tipos del asado del fin de mes pasado, se lo debemos. Sino les pagamos… bueno, hasta mañana –. Se dio media vuelta y se retiró de la oficina.
Se guardó el cheque en el bolsillo de la camisa, y se sentó en su silla. Le dio la vuelta, para mirar por la ventana que daba a Bandera. No había mucho que mirar, pero sentía la necesidad de pensar un poco, le faltaba tiempo para terminar lo que estaba haciendo, además todavía tenía que agregar el ingreso ese que le había faltado hace un rato, y además despedir a alguien, ¡cómo se le ocurre a ese viejo que él seria capaz de despedir a alguien así sin más!, y ya no le quedaban cigarros, podría fumarse uno en ese momento, pero no, mejor se compraba alguno saliendo de la oficina, y luego mañana, mañana tenía que ir a trabajar, y despedir, ¿a quién?, trabajar, había algo mañana, pero ya qué, mañana tenía que ir a trabajar. Miraba por la ventana, pero sin mirar exactamente, y soñaba despierto en el calor que el enorme cuerpo de su jefe había dejado en su silla. Reía a ratos, y a otros fruncía el ceño. Se llevó una mano a la cara, y se comenzó a morder la uña del meñique. Caminó a la ventana, despacio, sin abrir mucho los ojos, la abrió un poco, y sin mirar a abajo, saltó. Se sintió en el aire un par de minutos, sentía el viento en la cara, y de pronto una mano en el hombro. Abrió los ojos, sentado en su silla, la ventana estaba abierta, y la Carmencita se encontraba de pie frente a él con una mano en su hombro. “Se quedó dormido, don. ¿Está bien?” le dijo, preocupada. Él se levantó de la silla, se estiró un poco, diciendo lo obvio, que estaba bien, que no se preocupara, ¿qué hora es?, ya me voy, nos estamos viendo, dame mi chaqueta por favor, Carmencita… ella lo miró atentamente, juntando sus manos; él la miró también con el ceño fruncido, señal que cambió lentamente la expresión de la peruanita. Él se puso la chaqueta, tomó su bolso, abrió la puerta, y antes de salir le dijo: “estás despedida”.

Estaba sentada en la cama, tapada hasta la cintura, el televisor prendido, aunque no lo estaba mirando. Hace un rato estuvo leyendo, pero ya se habría aburrido, y ahora se limaba las uñas tranquilamente, sin expresión en el rostro. Sus hijos dormían cada quien en su pieza, excepto uno que se habría quedado a dormir en casa de un amigo a terminar un trabajo de la universidad. Tenía frío, los pies helados, aunque no podía tenerlos más abrigados. En la tele se habían ido a comerciales hace bastante rato (o esa impresión tenía), y ya había olvidado que estaba viendo (que estaban dando). Pero ya que, las uñas le estaban quedando bien, parejas una con la otra, y ya nadie se daría cuenta de que se rompió (comió) una hace un par de horas. Un poco de esmalte y ya, todo listo para el cumpleaños de su hermana al otro día. Dejó la lima en el velador, y se acomodó a tiempo que escuchaba las llaves de su esposo, tratando de entrar desesperadamente, en la chapa de la puerta. Pensó en ir a abrir, pero conocía a ese hombre, no era momento para meterle conversa. Se acomodó mejor, apoyó la cabeza en la almohada, y cerró los ojos.
Él entró como exaltado a la habitación, tiró las llaves, seguramente a la cómoda, pero éstas cayeron en el piso. Hizo un gemido o un ronquido, un sonido gutural de molestia, y comenzó a desvestirse. En dos miradas rápidas miró a su mujer, y luego el televisor, donde aún daban comerciales. Se sentó en la cama, estiró un poco el cuello, y miró a su mujer por encima del hombro. “No apagaste la tele”, dijo con una sonrisa, un poco más relajado. “No llegaste a comer” dijo ella, sin abrir los ojos, resignada a que su idea de hacerse la dormida no había funcionado. Él se rió. “¿Quedó algo?” le preguntó, quitándose los zapatos, y lanzándolos al otro lado de la habitación. Hubo un pequeño silencio, y él repasaba los hechos de la micro, de esa señora, etc. “Hay un poco de pizza en la cocina, en el microondas. Tu hijo se compró cigarros, por si quieres” le dijo su mujer, sin moverse.
- ¿Ahora es mi hijo? – le preguntó con una sonrisa.
- Cuando fuma es tu hijo – respondió ella – apaga la tele cuando salgas.
- Bueno. Mañana voy a trabajar –. Ahora su mujer se incorporó en la cama, y lo miró, buscándolo entre la poca luz de la tele.
- Mañana es el cumpleaños de la Marta.
- Voy después de la pega, saldré como a las dos –. Su mujer lo miró un poco molesta, y volvió a su posición inicial. Se quedó allí un par de segundos antes de volver a hablar.
- ¿Qué te pasó en la micro?
- Una vieja me habló.
- De política.
- De política ignorante, si.
- Ándate a comer luego, antes de que me tires tu celular en la cabeza – bromeó ella. Él hizo una risita, o algo parecido, y luego murmuró algo así como “no, si está en la chaqueta”. Apagó el televisor, y salió de la pieza tranquilamente, camino a la cocina. En el microondas había un pedazo de pizza frío, y a un lado estaba la cajetilla de cigarros Lucky Strike Light que habría comprado su hijo. “Este hueón fuma Lucky” pensó. Calentó el pedazo de pizza, y buscó un vaso para servirse bebida. Luego reparó en la ausencia de bebida en la cocina, o en el refrigerador.
Sentado sólo en el comedor, con la luz apagada, se comió un pedazo de pizza casi hirviendo. Sentado ahí, era como estar en la ducha. Solo, un lugar para él, tranquilo en silencio. Al fin y al cabo, para qué comer pizza si ni siquiera tenía hambre. Se levantó de la silla, y se dirigió nuevamente a la cocina. “Vieja ignorante”, pensaba, “y pensar que…”. Puso un poco de agua en el hervidor y buscó el café por entre la oscuridad. “Y pensar que…”, se reía, apoyaba las manos en el mesón de la cocina, se rascaba la cabeza, la barba. Se sirvió el café, sin azúcar por no buscarlo entre la oscuridad. No quería saber que hora era, para qué, al fin y  al cabo tenía su teléfono en el bolsillo de la chaqueta. El bolsillo. Aún tenía el cheque en el bolsillo de la camisa, se llevaba una mano al pecho para asegurarse que aún estaba allí. Luego revolvía el café con una cuchara mientras aún pensaba en la vieja que tanto rato le habló en la micro. “Vieja ignorante”. De un impulso lanzó la cuchara lejos, y en silencio con los ojos cerrados escuchó como ésta pasaba por la puerta de la cocina, rebotaba en la mesa del comedor, y caía al suelo con mucho ruido. Pasados unos segundos tomó la taza de café, y se la llevó a la boca. Se quemó los labios con el primer sorbo, al cual respondió con un gesto de molestia mezclado con algo de resignación frente a un error. El resto del café se lo bebió en silencio, de pie en medio de la cocina, trataba de recordar si le gritó en algún momento a la vieja. “No, no lo hice. Nunca se quedó callada”. Rió. Una risa silenciosa, nada de carcajadas. Se terminó la taza en silencio. Luego de refregarse la cara con las manos, suspiró, y regresó a su habitación. “Después de todo, debo volver mañana”.

Abrió los ojos, una mañana de sábado soleada, como pocas veces en junio. Luego los volvía a cerrar, tratando de despertar mejor de aquel extraño sueño en el que caía de un puente, pero que nunca llegaba al río. Suspiró, y se restregó la cara con las manos, se rascaba la cabeza y la barba, volvía a suspirar. “Quiero un café” decía. Miró a su lado, su mujer no estaba acostada en su cama, tampoco se escuchaba la ducha a lo lejos, ni ella hablando por teléfono, como acostumbraba varias mañanas de sábado. Se sentó en la cama, y se estiró los brazos y el cuello. De a poco se acercó el sonido de cucharas y platos desde la mesa del comedor, y las voces de su hijo y su esposa conversando cosas irrelevantes (seguramente, al menos para él). Volvió la vista al velador, pero su teléfono no estaba allí. “Qué más da”. Se levantó lentamente de la cama, volvía a estirarse, no podía esperar para su ducha, su tan preciada ducha, que duraría al menos hasta que su mujer le gritase desde afuera del baño, golpeando la puerta, una y otra vez, como siempre sucedía todos los condenados sábados. Pasó al baño para orinar, tomó un poco de agua del lavamanos, y se mojó la cara para despertar mejor. Salió de la pieza rascándose la cabeza, peinándose un poco los remolinos de pocos pelos que se le hacían al dormir. En la mesa se encontró con su familia, su hijo fue el primero en verlo, y lo saludó con una sonrisa llena de pan con palta. Su esposa, que le daba la espalda desde la cabecera de la mesa, lo miró. En una secuencia curiosa, y algo cómica, la cara de su mujer pasó de un cordial saludo, a unos ojos abiertos, sorprendidos por una noticia, y terminó con una interrogante ahogada por un sorbo de té sin azúcar. Él devolvió la sonrisa, saludando a todo, y se sentó frente a su hijo. Sacó un pan, y comenzó a untarlo con normalidad. Pronto reparó en la cara de su esposa, que mantenía la interrogante entre las cejas, y la mantenía a medida que seguía tomando su té.
- ¿Qué haces aquí? – le dijo su mujer, sin mucha emoción. Su esposo, miró con una sonrisa a su hijo, y luego volvió a su mujer antes de responder.
- Tomo desayuno – y le dio una mordida a su pan.
- Tomas desayuno – repitió su mujer. Ella bajo la vista, dejó la taza en la mesa, y puso su mano sobre la de su esposo, adoptando una actitud de compasión (o algo, quién sabe) –. Pero, ¿no tenías que ir a trabajar hoy día?
Sólo dos segundos. Sólo en dos segundos él tuvo un vacío en el estómago que lo devolvió al día anterior, en su oficina, su jefe en la puerta de su oficina dándole un cheque para cobrar ese día en que le pidió… ¿pero qué hora era? No podía ser tan tarde, no se podía haber quedado dormido, no ese día, ¿pero que hora era?, y él tomando desayuno tranquilamente, pan con palta, ¿pero qué hora era?, y el cheque dónde, aún estaba en la camisa, lo más probable, o al menos eso esperaba, eso tenía que ser, ¿pero qué hora era?, su teléfono estaba aún en su chaqueta, por ahí tirada en la pieza, en la cama, quién sabe. No se había dado ni cuenta cuando se encontraba de pie frente a la mesa del comedor, y había lanzado el pan a quién sabe dónde. Le tomó otros dos segundos desaparecer del comedor y estar en el baño prendiendo el calefón con fósforos que una y otra vez se partían. “¡Necesito prender el calefón, por la cresta!” gritaba. Lanzó la caja de los fósforos al otro lado del pasillo por la puerta abierta del pasillo, y se metió a la ducha fría, de la cual salió en dos minutos, sin perder tiempo en lavarse el pelo. Casi tropezándose salió de la ducha, se secó rápidamente, y se vistió con unos pantalones del suelo, una camisa de quién sabe qué color, y una chaqueta que a primera vista combinaba con el pantalón, corbata ni pensarlo, su teléfono en la chaqueta del día anterior, ni pensar en ver la hora, correr por el pasillo, “¿te vas a tomar un café?”, “¡no me hueí, que estoy atrasao’!”, abrir la puerta, tomar las llaves de encima de la mesita, y correr, que por favor la micro pase luego, y justo, ahí viene, correr, correr, “¡muévase, señora!”, la tarjeta, dónde cresta, ¡aquí está!, subir, al fondo un asiento vacío, qué importa que detrás de él subió otra señora de edad, alguien más le dará el asiento, la ducha se fue a la mierda, pero está sentado, sentado y tranquilo, relajado, ya no más que la micro avance rápido, y él logre llegar a tiempo. Cerró los ojos, y suspiró, escuchando el motor de la micro funcionar con velocidad. Pensó en llamar a su jefe, explicarle que la batería del celular, o que los amigos anoche, excusas, qué importa si agravan las faltas. A esa altura, ya qué importa.
El respaldo del asiento poco a poco se inclinaba hacia atrás, pero él no abría los ojos. Escuchaba a las voces del resto de los pasajeros alejándose de él, de sus oídos. El vértigo del asiento inclinándose cada vez más, lo obligó a afirmarse con fuerza de los posa brazos, y entonces abrió los ojos, observando el cielo moverse por encima (debajo) de él, y reparó en que la micro lo botaba a la calle sin mayor dificultad. La inclinación del asiento ya era tal, que veía los autos de cabeza, y el cemento de las calles moviéndose a toda velocidad por debajo (encima) de su cabeza. Sus manos se aferraban al asiento, pero ya no podía, se resbalaban, le traspiraban, y se soltaban, y cayó. Cerró los ojos, y los volvió a abrir. La micro estaba detenida en medio de la Alameda, en medio de un taco, que desde su asiento no alcanzaba a ver hasta dónde llegaba. Trató de ver por la ventana más o menos dónde se encontraba. Faltaban dos cuadras, pero no avanzaba. La condenada micro no avanzaba, no se movía. Pero iba a esperar. No quedaba otra, de todos modos tenía tiempo, de sobra quizá. Ojala.
Ojala.
Un niño pequeño, no más de un año, apoyado en el regazo de su madre o abuela, se entretenía con el movimiento de su pierna. Él ya no podía con la desesperación de ver la micro detenida, sin avanzar ni un solo centímetro, y escuchar la risa de esa guagua que no callaba. Le sudaban las manos, y ya no sabía que hora era. No se dio ni cuenta cuando se bajó de la micro, y corrió a pasos agigantados por la Alameda en dirección a su oficina, pasando jóvenes, cojos, viejas, señores, señoritas, niños, pacos, autos, y de cuanto se le atravesara por enfrente, y qué importa si casi choca a una vieja, o una coja, o una vieja coja, o quién sabe qué, si ya casi no faltaba nada para llegar. La velocidad de sus piernas era tal que ya sentía que no tocaba el suelo. Se sentía pasar por encima de las cabezas de un montón de desconocidos despreocupados viviendo su fin de semana en el centro. De pronto giró casi evitando chocar con el letrero que indicaba la calle en Bandera, y continuó su travesía, esquivando, chocando, corriendo, casi volando, entrando al edificio, subiendo por la escalera (por que ni pensar en esperar el ascensor), llegando al piso 5, sin saludar a nadie, entrando a su oficina, tirándose sobre su asiento, y cerrando los ojos al fin. Esperó un instante con los ojos cerrados, sin saber qué esperaba, pero se quedó. Se volvió a incorporar, y prendió el computador, refregándose la cara con las manos sudadas. “Carmencita” llamaba. Nada.
Llamó tres o cuatro veces sin respuesta alguna, hasta que entró su jefe. Éste lo miró extrañado desde la puerta, mientras recibía una mirada excusante desde el hombre sentado frente a un computador prendiendo. “¿Sabes que hora es?” le preguntó su jefe.
- Las ocho y media, espero – respondió bajando la vista.
- Son las doce y cuarto – le dijo su jefe echándole una mirada a su reloj de pulsera. Era la primera vez que veía a su jefe tan enojado (o simplemente molesto, quién sabe). Él se comenzó a disculpar, que el tránsito, que su mujer, que el hijo, que la hora, que el celular, que esto, y lo otro. Al final, don Carlos levantó una mano, y él guardó silencio –. Ya no importa, ya no importa. Estás aquí, y más te vale terminar eso antes de las dos.
- Si señor – se comprometió, obediente. Don Carlos dio media vuelta para salir de la oficina, y él se apresuró a preguntar – jefe, la Carmencita… ¿no viene los sábados?
- ¿Y qué, acaso es nuevo usted? – bromeó su jefe (aunque no le causó mucha gracia) –. Usted la despidió ayer, Carmona. Apúrese con eso, y acuérdese del cheque.
Su jefe se fue, dejándolo con un leve dolor en el estomago. “No tomé desayuno” pensaba. Abrió los archivos, carpetas y documentos que necesitaba para continuar con los que hacía el día anterior (sin poder acordarse en qué momento despidió a la Carmencita). Miró la hora pasado unos instantes, ya eran las doce y media. No se preocupó por el cheque, le faltaba tan poco (quizá, u ojala) para terminar con eso, que lo terminaría antes de la una, y a las dos cierran los bancos. Digitaba tranquilo, pasando datos de la planilla Excel a los papeles encima del escritorio, de los papeles a Excel, y los ingresos, y los egresos, y ¿qué es eso?, como que algo falta, esto va aquí, esto aquí, ahora esto, y esto, y aquí como que algo falta, un número, o un dato extra, y ni tan extra por que nada cuadra, nada, nada, y ¡verdad!, el dato. Buscó por entre los papeles encima del escritorio hasta encontrar una lista con la merma de la producción de septiembre, lo agregó, y al fin pudo seguir con normalidad.
El cerro de papeles que le quedaba por revisar se hacía cada vez menor, el de papeles revisados cada vez mayor, y lo único que pensaba era “tanta tecnología y aún estamos acumulando papeles”. Se echó un instante para atrás en la silla, dejando los lentes encima de los cinco papeles que le quedaba por traspasar. Suspiraba tranquilo, y sacaba un cigarrillo de la cajetilla de su hijo (que quién sabe en que momento se guardó en el bolsillo). Giraba en la silla envolviéndose en el humo gris del Lucky Strike, hundiéndose en una atmósfera extraña y algo onírica. Pero a pesar de toda la calma que le producía ese sueño, abrió los ojos estresado y cansado. Su celular brillaba encima del escritorio, avisando de un mensaje de texto que llegó mientras dormía. Cogió el teléfono estirando el brazo, con todo el resto del cuerpo abandonado a su suerte, y abrió el mensaje de su esposa: “Ya nos fuimos a la casa de la Marta, trata de llegar temprano”. Retomó la vida de su cuerpo, junto con los lentes, acercándose al computador para terminar con los (condenados) cinco papeles que le quedaban por traspasar. Tomó el primero, datos, datos, teclas, números, corchete y al otro montón. Tomó el segundo, datos, datos, teclas, números, corchete y al otro montón. Tomó el tercero, datos, datos, teclas, números, corchete y al otro montón. Pero cuando se preparaba a tomar el cuarto se fijó en el reloj del computador pasando de las 13.32 a las 13.33. “Puta que es tarde” pensó. Y retomó la rutina, tomó el cuarto, datos, datos, teclas, números, corchete, y al otro montón. 13.39, tomó el quinto, datos, datos, teclas, números, y ¿el cheque…?
Don Carlos recuerda que en ese momento vio a una silueta de Carmona corriendo por el pasillo y desaparecer por la puerta gritando algo. Pero Carmona recuerda haber pensado en la hora, y en el cheque, y sin apagar nada ni tomar nada, salir volando por la puerta de su oficina (cheque en mano, celular en escritorio, chaqueta quién sabe dónde), y bajar por las escaleras a la misma velocidad con la que llegó esa mañana (o tarde, si eran las doce). Antes de salir escuchó algo parecido a su jefe preguntándole a dónde iba tan apurado, o algo parecido, “no se preocupe, si ya está todo listo” gritó de vuelta.
Faltando veinte minutos para las dos de la tarde, algún lugar debía estar abierto para cobrar el cheque, “digo, esto es el centro, está lleno de bancos”, pero llegaba a un lugar, y estaba lleno, Estado, ya cerrando, por Huérfanos había uno, lleno que ni un alfiler, y dónde había otro, Ahumada parece, pero no, no hay, o no lo veo, y el cheque en la mano, y si lo roban, y no, mejor me apuro, por que ya falta poco, son casi las dos, y señora ¿usted sabe?, no si ya fui por ahí, ¿ese?, puede ser, corre, esquiva, evade, choca, un café en el brazo, quema, quema, quema, se sube la manga, y no, está lleno también, y en Santa Lucía, cerca del metro, pero está a la cresta, faltan como diez minutos, igual llego, eso piensa, que igual puede llegar, comienza a correr, retomando una carrera abandonada, y el teléfono, ¿y el teléfono?, no importa, sigue corriendo, cruza la Alameda, casi lo atropellan, y llega, pero no, también está lleno, y ya están echando a la gente, y puta qué hago, qué hago, qué hago, la hora, son casi las dos, y si han sido casi las dos desde que salió de la oficina, y Puente, en Puente había uno, ¿o no?, cinco minutos, la hago, corre, de vuelta corre hacia el Mapocho esquivando a la gente que se cruza en el camino y no lo dejan pasar cuando faltan solo cinco minutos o cuatro o tres pero chucha que casi lo atropellan otra vez cruzando la Alameda aunque ahora fue una micro y porqué no tomé una micro y que no po’ si son muy lentas y ya falta tan poco y el cheque casi empapado en la mano sudada que se balancea mientra Carmona apura el paso tratando de llegar a un banco que ojala que se encuentre en Puente por que sino no alcanzó a cobrarlo y aún tiene que ir a la oficina a buscar sus cosas por que después que su mujer y el cumpleaños de la cuñada y llegó al Paseo Ahumada y ahora corre más rápido aún más rápido y la gente que se cruza y no se mueve y dos minutos y no llega y el calor la gota de sudor una en la frente otra en la espalda en las manos Plaza de Armas ahora Puente y tiendas y más tiendas y el Mall que cambió el nombre y no hay banco y no hay banco y la hora no ya son las dos de la tarde todo cerrado pero sigue corriendo esquivando calles y cruzando gente o al revés y de pronto mira se mira en un puente que quién sabe cuál o dónde o cuándo y mira vuelve a mirar puente abajo se arrodilla en el suelo o se acuesta cierra los ojos y cae por la ventana o cae de la micro o el humo gris de un Lucky Strike que lo ahoga y el grito, grita, grita, y vuelve a gritar, detenido en el suelo de un Puente cerca de Cal y Canto y Estación Mapocho, grita con todas sus fuerzas al cielo y al suelo, al fin, cansado (pero descansado) al fin, con el cheque arrugado en su mano, y los  lentes a media nariz de la cara sudada, la camisa con café, y los pulmones llenos de aire, al fin… al fin…

Una mujer pasaba por aquel puente. Venía del mercado cargada de bolsas, acompañada de un niñito moreno, igual que ella. Vio al hombre arrodillado en el suelo que ya había dejado de gritar, y vio como la gente lo esquivaba. Dejó las bolsas con el niño que lo acompañaba (seguramente su hijo, o nieto), y se acercó al hombre que ahora miraba el suelo sin levantarse. “Don César, está usted bien” le preguntó. Carmona levantó la mirada y vio a la Carmencita a su lado, poniéndole una mano en el hombro.
- ¿Carmencita? ¿Qué hace aquí? – le preguntó mientras se levantaba del suelo.
- Estaba comprando en el mercado – le respondió, como si aún fuese su jefe –. ¿Está usted bien? Estaba gritando, y me asustó un poco –. Carmona dijo algo que sonó a “¿estaba gritando?”, por lo que Carmencita asintió. Luego Carmona comenzó a reír a carcajadas, abrazó a su antigua empleada, y comenzó a caminar de vuelta a su oficina, tan relajado que parecía que flotaba.
- Ya no está despedida, Carmencita, no es necesario – dijo Carmona a lo lejos.
- Pero, ¿porqué, don? – le preguntó ella, preocupada por el extraño buen humor que tenía su antiguo jefe.
- No es necesario, parece que alguien más se va a ir.