jueves, 22 de diciembre de 2011

Calles y Juegos


Hace frío, aún siendo que se encuentra en una oscura noche de verano, pleno diciembre. Las calles, oscuras a pesar de todo, son iluminadas por el resplandor de los postes, dándoles un tono amarillento al suelo, el cual se ve interrumpido de vez en cuando por un puñado de luces rojas, verdes, azules, y de más colores, por los adornos navideños que invaden las calles. Y es todo lo que ve en las calles, frías calles de piedra, sin gente, sin autos, sin vida. Solo es él, corriendo a toda velocidad, huyendo de quien lo persigue. Mantiene una velocidad constante, con la mirada al frente, sin mirar a su perseguidor. De vez en cuando agacha la mirada, observa el piso iluminado y seco de la noche, intentando no tropezar torpemente esa noche de tanta angustia. Levanta la vista, y a lo lejos ve la calle cerrarse en un pasaje que termina con una pandereta de cemento delgada, pero de tal altura que no la pasaría de un salto. Se le presenta una calle a su costado, una calle pequeña, una calle que se inclina bastante, y permite una bajada rápida por ese cerro de Valparaíso. Sin más remedio, toma la calle, y evitando resbalar baja a toda velocidad, pues su perseguidor es tan o más rápido que él, y se escucha como este casi tropezó al girar tan rápido para tomar la misma calle por la que se desvió él. 

La suerte se presentó ese segundo, y al fondo se veía una avenida y un auto estacionado. Pero la mala suerte volvió de su descanso cuando un auto entró a esa calle por una perpendicular, y se fue de frente hacia él. Lograría si encontraba alguna calle alternativa por la cual doblar, y la encontró a su derecha. Por un pelo esquivó el auto, en el cuál ahora se subía su perseguidor original. Tomó un poco de ventaja de ese momento, pero obviamente el auto lo alcanzaría rápidamente si seguía derecho por la misma calle. Giró hacia su izquierda para continuar bajando el cerro, y luego a la derecha para tomar otra calle, y por último a la izquierda, y llegó a la avenida. Miró a ambos lados, y unas tres calles hacia su izquierda había un auto vacío con las puertas abiertas. "Demasiado fácil - pensó -, demasiado fácil, y demasiado sospechoso". Total, no importaba, los había perdido al conejear por las calles del cerro. Comenzó a caminar tranquilo, pero detrás suyo escuchó el rugir del auto que lo perseguía. Debieron adivinar que bajaría a la avenida, apareciendo unas seis calles más allá del auto. Podía alcanzarlo, no sacaba nada con correr. Corrió al auto vacío, y llegó antes de que lo alcanzaran sus perseguidores.

No tenía como huir, pues no podía encender el auto. Quienes lo perseguían lo chocaron por detrás, y alguien le gritó que se rindiera, que se bajara del auto, que ya no tenía nada más que hacer. Resignado a la situación, se bajó del auto con las manos en alto. Del otro auto se bajó solo un hombre, pues nadie más había en ese auto. Se confundió al ver que era solo una persona quién lo perseguía. El hombre se acercó corriendo, se paró frente a él, con la mirada fija y una sonrisa burlona. Con la palma de la mano le dio un golpecito en el hombro, dijo "Ahora tú la traes", y corrió de vuelta su auto. Mientras ese hombre corría a toda velocidad en su auto, él comprendió todo. Subió al auto, movió los cables, lo encendió, y fue detrás del otro hombre. Ahora le tocaba a él perseguir. 

viernes, 18 de noviembre de 2011

Metáforas

Hubo un momento, una tarde en una playa, dónde conversaban un joven escritor de poesía, con una sabia mujer de prolongada edad. En un punto de la conversación, el joven miró a la señora y preguntó: "Cuando nos salen horribles espinillas, ¿Qué es mejor? ¿Que el mundo vea esa horrible espinilla, o taparla con un parche, y que el mundo sepa que estoy tapando una horrible espinilla?"

La mujer, tan sabia como una mujer de su edad puede ser, respondió: "La mejor opción es tomar agua y cuidar la piel, cosa de evitar que tal espinilla salga en un principio".

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Es por que la mente me oprime.


Si yo estoy aquí
es por que no hay más que hacer
es por que ya estoy solo
es por que la mente me oprime

Si yo hiciera algo
es por que no hago mucho

Si yo necesito matar
no es por matar o por diversión
es por creación literaria
es por que la mente me oprime

Si yo matara a alguien
simplemente no escribiria desde aqui

Si yo me hago preguntas
es por que ya tengo las respuestas
es por que no quiero escuchar más preguntas
es por que la mente me oprime

Si yo tengo las respuestas
es por que hago muchas preguntas al día

Si yo me fumo un cigarro
es por que el cigarro no habla
es por que tengo que pensar en otra cosa
es por que la mente me oprime

Si yo no pienso en otra cosa
es por que no cambio de cigarro

Si yo pienso que estoy solo
es por que no miro a mis costados
es por que escribo en lo oscuro
es por que la mente me oprime

martes, 8 de noviembre de 2011

Soliloquio de medianoche


Mis dedos ya se enredan en su cabello. Yo no duermo, pero ella mantiene sus ojos cerrados y una respiración constante y tranquila, tanto que le traspasa esa tranquilidad a todo lo que se acerque a su cuerpo blanco. Pero también me hace recordar las tantas veces que yo la veía en esa misma posición, abrazando más a la almohada que a mí, dormida luego de una media hora aparentando estar dormida, en el intento de acabar la discusión con la última palabra. Ahora, en este momento, no me queda más que reírme de esos momentos, ya tan lejanos, según parece, y al mismo tiempo tan cercanos a nosotros. Pero ahora Dominique dormía tranquila, se notaba en su respiración que dormía tranquila; a pesar de los estudios en la universidad, dormía tranquila; a pesar de que al otro día tenía que salir temprano, dormía tranquila; a pesar de tantas cosas que tenía que hacer en el resto de la semana, dormía tranquila. No la molesta ni la gata de mierda que maúlla como anda a saber qué condenado animal, ni el perro del vecino que no se calla ni para respirar por culpa de la gata de mierda. Yo intento quedarme a su lado, pero hay algo en mi espalda que me molesta, y quedo incomodo, e intento no despertarla. Me conformo con estar a su lado y acariciarle el pelo, su pelo castaño ondulado que siempre me gustó, porque sé que eso siempre la relaja cuando quiere dormir. Hace un rato aparté los cuadernos y los libros que estaba leyendo para estudiar, así podría estirarse sin mayores dificultades. Aun así creo que, a veces, o de vez en cuando, no estuviera despierta. Me gustaría verla abrir los ojos, esos enormes ojos marrones de Dominique, y me viera, como antes lo hacía, me abrazara, y ya… qué estoy diciendo. Mejor salgo un instante, con algo de dificultad. Sé que, por alguna razón, el agua de la cocina es mucho más helada que el agua que sale del baño. Vale la pena salir de la habitación y atravesar todo el departamento para tomar un poco de agua, lavarse la cara… refrescarse un poco. Y como supuse lo tiene todo ordenado. Todo limpio, no puede ir a dormirse sin dejar la loza limpia, a diferencia de la Antonia, que le rompe un poco el esquema a mi Dominique.
Tal como recuerdo, el agua es más helada en la cocina. Dejo el vaso allí encima del lava platos, pensando en que quizá así ella sepa que estuve aquí, que a pesar de todo lo que pasó yo estuve aquí esta noche, y la anterior, y la anterior a esa, y solo para verla, para protegerla, porque ese imbécil del Marcos, su compañero de la carrera, la ha estado joteando todos estos días, no sé si desde… pero si sé que lo ha estado haciendo, porque lo he visto, y he visto como la Dominique ni lo pesca, si lo mira como un amigo, y nada más. Aún recuerdo la vez que me dijo que pensaba que el Marcos era gay… aunque la verdad ahora no tengo ni la más mínima idea de que puede pensar mi Dominique del Marcos. No he hablado con ella hace unos, ¿cinco meses? ¿Un poco menos? ¿Un poco más, quizá? Si me asomo a su pieza solo la volveré a ver en la misma posición la cual la dejé, abrazando la almohada, con las sábanas hasta la cintura, de espaldas a la ventana, respiración constante y tranquila, relajada, dormida. Podría poner música. Algo de Charlie Parker para ambientar la noche, como tantas veces lo hice antes, con Dominique, noches en que Antonia salía, y nos quedábamos solos, olvidándonos del mundo, dejando de escuchar el ruido de los autos de afuera, de ese Santiago bullicioso, de ese Santiago eternamente despierto, escuchando trompetas y saxofones, contrabajos y baterías, allegros y adagios, y bueno… un poco de whiskey, o un poco de ron, la compañía del humo del cigarro… un cigarro. Cómo me gustaría sacar un cigarro en este momento, siempre pensé que la vista del departamento era grandiosa, a pesar de que veíamos el Santiago bullicioso, el Santiago eternamente despierto, muchas veces nos perdíamos mirando las calles, y paseando con la mirada desde el balcón, para luego volver a encontrarnos el uno frente al otro en una noche más, tomando whiskey, o un poco de ron, con un cigarro en la mano, escuchando baterías y contrabajos, trompetas y saxofones, y una noche de soledad sólo nosotros, con la música de Charlie Parker. Pero ahora no. Me hundo en el sillón de cuero negro que nos regalaron los papás de Dominique hace un par de años atrás, cuando nos mudamos al departamento (lamentablemente, con la Antonia incluida), sin encontrar un cigarro en ningún bolsillo de mi chaqueta, sin tener ni una gota de licor, sin poder poner un poco de jazz para ambientar la noche, porque podría despertar a la Dominique, o peor, a la Antonia. Y me quedo sentado en el sillón de cuero negro, mirando por el enorme ventanal, una noche ni tan helada, ni tan cálida. Está despejado Santiago, y se pueden ver las luces de casi toda la ciudad, algunos autos moviéndose por las calles. Pero hay tanto silencio, tanto silencio en las calles, y en el departamento, que sentado en el sillón de cuero negro, puedo escuchar los ronquidos de la Antonia en la pieza al final del pasillo, y la respiración de la Dominique en su pieza. Con solo cerrar un poco los ojos, e inclinar mi cabeza un poco hacía atrás, apoyándola en el respaldo del sillón, puedo saber que aún duerme, y que aún duerme tranquila. Y en esta misma posición, aunque yo no lo quiera, comienzan a llegar a mi mente los recuerdos de noches pasadas.
Son como imágenes sucesivas, como fotografías, no logro recordar todo el momento. Solo logro retener instantes, apenas una fotografía sacada en el mejor o el peor momento por un muy mal fotógrafo. Muchas fotografía no son momentos que pasamos exactamente juntos, son solo cosas que yo sé que sucedieron en algún momento. Así puedo ver a la Dominique, a mi Dominique, al teléfono, hablando con su madre, llorando, por que discutimos… discutimos por que ella había hecho algo, o yo pensé que ella había hecho algo, y por supuesto me enojé en ese momento, y ella me sacó en cara otra cosa. Algo que yo había hecho antes. Y allá va, me veo a mi sentado en este mismo sillón, con la Dominique sentada en mis piernas. Es una reunión familiar, pero con su familia… hay una torta, es su cumpleaños, está casi toda su familia en el departamento, y nos reíamos por que no podíamos creer que toda esa gente lograra caber en ese departamento tan pequeño. Ahora veo a la Dominique en la cocina, preparando un almuerzo, o un almuerzo, para dos personas, pero en el living no estoy yo, está la Antonia, sentada, llamando por teléfono; mi Dominique está seria, discutimos, por algo peleamos ese día, otra vez, yo no la quise dejar salir, porque con alguien se iba a juntar a tomar algo, chela, o café, y yo no quise, no quise que se fuera, y discutimos, y tomé mis cosas, y me fui del departamento; me fui yo y la dejé a ella sola con Antonia. También aquel día, llevábamos poco pololeando, ella aún tenía el cabello teñido, ese color que se le veía tan mal, pero yo no se lo decía, jamás se lo quise decir, y peleamos, esa vez si me acuerdo, fue porque ella no pudo salir conmigo por un compromiso familiar, y yo no lo entendía, para mí era nuestra primera cita como pololos, y ella se enojó por eso, o fue al revés, ya no recuerdo. Pero ahora viene otra imagen, nos fuimos a la playa un fin de semana, solos, agarré el auto de mi papá, y partimos por la carretera, hasta llegar a la primera playa que vimos que jamás supimos cuál fue. Solo sabíamos que era una playa, que era lejos del Santiago bullicioso, del Santiago eternamente despierto, donde también tuvimos nuestro departamento, y también pasamos una noche con Charlie Parker, y su jazz, y un poco de ron, y el humo del cigarro, y también pasamos una noche dormidos, donde ella dormía y yo la contemplaba dormir, en su completa armonía, con su respiración constante, abrazando la almohada, y dándome la espalda, aunque a mí no me molestara, porque yo la observaba, y le acariciaba el pelo. Ya comienzo a pensar que la debería dejar de venir a ver. Se me viene otra imagen, una nueva, mientras creo que el quedarme allí solo le hace más daño a mi Dominique. Lo pienso mientras la veo, la veo de pie en el marco de la puerta que da al pasillo, de pie, con la mirada baja, sin mayor preocupación, sin saber de qué momento es esta imagen. Mi Dominique camina hacia la cocina, toma un vaso, lo llena con agua, se lo toma de un sorbo, y se queda allí, quieta, y entonces… claro, ¡este no es un recuerdo, es mi Dominique que se ha levantado de la cama! Pero no me puede ver. Me escondo entre la sombra que se produce en un rincón dela habitación, y veo a mi Dominique caminar lentamente hacia el sillón de cuero negro, con una expresión de amargura en el rostro. Dominique… quiere llorar, pero no… no quiere llorar, siente los deseos, pero no quiere llorar. Se abriga un poco con la bata blanca que lleva puesta, que solo la hace ver más blanca a ella misma. Se acerca un vaso, y toma una cajetilla de cigarros del mueble del televisor. Se sirve un vaso con un poco de ron, y fuma un cigarro sentada en el sillón de cuero, en el mismo sillón de cuero negro donde estaba sentado yo hace un instante, mirando por la ventana, pero dejando de escuchar el Santiago bullicioso, el Santiago eternamente dormido, pues es eso lo que la mantiene despierta. Lo puedo ver en su rostro, como cierra los ojos cada vez que expulsa una bocanada de humo, tan femenina, y los abre, esos enormes ojos marrones, cuando bebe un poco más de ron, mi Dominique. Podría acercarme a ella… solo un poco… verla mejor… otro poco… acariciar su pelo con la punta de mis dedos… sentarme a su lado para ver por la ventana el mismo Santiago que siempre hemos dejado de mirar con un poco de ron y unos cigarros… y un poco de Charlie Parker.
… No me queda otra. Me acerco a la radio, presiono un par de botones, cosa fácil, y la música comienza a llenar el ambiente de la noche, de esa noche, donde sólo estamos Dominique, con los ojos cerrados y llorosos, y yo, bien despierto, porque no me queda otra. Me acerco a ella, me inclino un poco, para que me vea, y extiendo mi mano, en el mismo juego que hicimos cada noche, emulando aquella en la cual nos conocimos. ¿Pero qué pasa, amor? No se levanta, no me mira, tiene los ojos cerrados. Y llorosos. Mejor me agacho, me quedo en cuclillas y la sostengo del codo, zarandeándola suavecito, solo un poco, para que se despierte. Sobresaltada abre los ojos, me mira, primero con extrañeza, pero ahora me abre esos enormes ojos marrones, esos que tanto me han gustado. Me da un abrazo. Es todo lo que quería, un abrazo, que me viera, me disculpara, me entendiera. Bailamos… estamos bailando con el jazz que sale de la radio, sin preocuparnos de que alguien más se despierte en el departamento. Bailamos y bebemos un poco de ron, y fumamos un cigarro entre los dos, y nos volvemos a besar como lo hicimos alguna vez hace ya tanto tiempo atrás. Hace ya tanto tiempo atrás…

… Hace ya tanto tiempo porque, ha pasado el tiempo. Hemos dejado de bailar, ella está recostada en el sillón de cuero negro, acurrucada sobre mi regazo, mientras yo le hago acaricio el pelo con una mano, y con la otra me fumo un cigarro en el silencio que ha quedado en el lugar. Ambos, hasta hace un instante, bailábamos juntos un tema de jazz, danzamos al ritmo de la batería y del contrabajo, de los adagios de un saxofón, hasta los allegros de una trompeta. Nos bebimos casi toda una botella de ron, y nos fumamos casi toda una cajetilla de cigarros, solo sentados el uno junto el otro, tal como estamos ahora, sin hablar, sin decir una palabra. Dominique se estaba quedando dormida en mi regazo cuando me miró a los ojos, y me sonrió, tal como me habría sonreído en algún otro momento. Entonces vi que sus ojos eran los mismos, que su sonrisa era la misma, pero su pelo ya no era el mismo, que su cuerpo ya no era el mismo, y comprendí que no han pasado cinco meses, que han pasado por lo menos unos veinticinco, que no es Antonia quién duerme al fondo del pasillo, es su hija, que sí había algo molestándome en mi espalda cuando me recosté a su lado en su cama, era su marido, que esos libros y cuadernos encima de su cama no eran de estudio, eran del trabajo, que mi Dominique ya ha avanzado, que todo es diferente, y que ya no tengo que estar allí. Que ella tiene una familia, que logró superar las cosas, y que ahora sí duerme tranquila, si descansa tranquila, si respira tranquila, y que era yo quién la molestaba, yo quien tiene que despedirse de una vez. Yo fui quien produjo la pelea aquella vez, ella tenía que salir, pero ahora que lo veo bien, iba a una entrevista para conseguir un trabajo en no sé dónde, un trabajo que le serviría en el futuro para su carrera universitaria, y yo me enojé, porque esa noche la Antonia iba a salir, y yo quería que la pasáramos juntos, y no la dejé tomar su oportunidad, y me fui… me fui, tomando el auto de mi papá, que aún estaba allí, me fui, conduciendo enfurecido, enojado, a gran velocidad, sin medir ningún tipo de consecuencia, despistado, imbécil…
Ahora entendí que no miraba por la ventana del departamento, y no veía al Santiago bullicioso, ni al Santiago eternamente despierto. Miraba por el ventanal de una casa, y veía el resto de una villa pequeña. Es la casa de Dominique. Me levanto del sillón, sin despertarla… ¡Ni siquiera el sillón es el mismo, solo se parece! La miro. La miro respirar, la miro dormir, la miro descansar tranquila al fin, simplemente la miro. La miro abrir los ojos de un sueño extraño, y pienso… pienso que algo debo decirle, algo que nos deje tranquilos a ambos, a ella que se queda, a mí que me voy. Abre los ojos, mi Dominique, y me mira, asustada, pero me mira, ahora si me mira de verdad, luego de tanto tiempo. La recuerdo como la conocí, con ese color de pelo horrible, que le quedaba tan mal. Entonces solo puedo pensar en una cosa, una sola cosa para decirle: “Así, te ves estupendamente bien, mi amor”. Y ella lo entiende, no sé cómo, pero se ríe nuevamente, y lo entiende. Vuelve a cerrar los ojos, y yo aspiro el humo del cigarro. Mi Dominique vuelve a quedar profundamente dormida en el sillón de cuero negro del living de la casa, y yo boto el humo, y me siento desaparecer con ese humo, me siento desaparecer finalmente, y para siempre.

Todo se vive dos veces.


“En estos momentos, a estas alturas de la vida, tengo problemas para recordar el espacio y tiempo de las cosas” decía la abuela Rosa. Todos concordábamos en la elocuencia de esa mujer, que a pesar de los noventa y cinco años que llevaba encima, jamás perdió. Siempre lograba juntarnos a todos, ya sea en el living, o en el comedor, para escuchar sus fantásticas historias de un pasado ahora lejano, del cual siempre nos preguntábamos cuanto era verdad y cuanto lo inventó solo para llamar nuestra atención; lograba juntarnos a todos, aún después de la muerte de mi abuelo Reinaldo, aún cuando la reunión no era para ella, aún ahora que varios de nosotros teníamos familia, hijos, e incluso nietos pequeños, y casas propias en comunas diferentes. Incluso el Coque, mi marido, quien pocas veces (por no decir casi nunca) se interesaba en mis reuniones familiares, llegaba maravillado a casa con sus historias. De hecho, siempre recuerda la primera historia que escuchó de ella, hace como diez años atrás, cuando aún éramos pololos. Trataba de cuando ella tenía diez o nueve años y vivía en una casita, en un campo por los cerros de San Antonio, y se le escapó un pastor alemán regalón que tenía por mascota; se llamaba Jorge (igual que mi marido), y terminó por encontrarlo en Ancud. Siempre recuerda esa historia, por que fue allí donde nos conocimos.
Esa noche fue especial. Quizá por que en el fondo sabíamos que sería la última vez que escucharíamos una de las historias de la abuela Rosa. Lo confirmamos apenas ella nos puso en aviso que esa historia la estuvo guardando como su historia más especial.
La intención era juntarnos en Navidad, lo ideal el mismo veinticuatro de diciembre, o por lo menos el veinticinco, pero la abuela Rosa tuvo una recaída con un resfrío (o por lo menos lo que nosotros pensamos era un resfrío), y pasó tres noches en el San Borja. Terminamos por juntarnos el diez de enero, la noche más calurosa de ese verano, en la casa de mi mamá, en Ñuñoa. Pasamos la tarde cocinando para la cena, mientras los hombres se hacían los machos con el asado y la cerveza, los niños jugaban en el patio, y mi abuela miraba por la ventana con un aire vacío. Por un segundo me pareció ver a mi abuela dentro de una fotografía en tono sepia, antes de que ella volteara para mirarme con una sonrisa. “Te he dicho que no la mires tanto – me decía una tía –, ella es bruja y se da cuenta de todo”. Nos reímos un rato, y continuamos trabajando. Durante la cena nos reíamos de los parecidos físicos o sicológicos entre nuestras madres y mi abuela, y de cómo a ella se le pegaban los perejiles entre los dientes. Risas, fotos, y más risas. “Ustedes van para donde mismo” nos decían ellas, y los hombres hacían gestos de aprobación. Más fotos y más risas. Terminando la cena, algunos nos dedicamos a recoger la mesa, mientras otros acompañaron a los niños a abrir los regalos que no se alcanzaron a abrir en la fecha indicada. Como es de esperarse, se encontraron bufandas y chalecos tejidos por mi abuela para todo el mundo (de los cuales la mayoría eran o muy chicos o muy grandes). Luego de fumarnos unos cigarros, tomar un poco más de vino o cerveza, nos dirigimos al living. Sentamos a la abuela Rosa en un sillón individual de cuero, donde ella se instaló cómodamente con los brazos apoyados sobre sus piernas. Nosotros nos sentamos en el resto de los sillones, en sillas, o simplemente en el suelo, rodeándola. Muchos pensarían que las historias eran para los niños más pequeños, pero todos sabíamos (incluyendo a mi abuela) que no era así.
Hubo un par de segundos de silencio antes de que la abuela Rosa comenzara a contar su última historia, en los cuales sacó un sobre de su bolsillo. Era una carta, vieja y amarilla por el paso del tiempo, con los bordes rotos y las esquinas dobladas. La miró un instante, y comenzó a hablar: “en estos momentos, a estas alturas de la vida, tengo problemas para recordar el espacio y tiempo de las cosas. Solo recuerdo que cuando recibí esta carta yo tenía dieciséis años, y me la mandó su padre”. Por la expresión de asombro que pusieron mi madre y mis tías supe de inmediato que ellas jamás supieron de esa carta sino hasta ahora. “Fue mucho antes de casarme con él. Nunca les contamos como nos conocimos, pues él siempre quiso que yo lo hiciera, y no lo quise hacer hasta ahora. Mi familia y yo nos habíamos mudado a Santiago, y vivíamos en una casita cerca de un colegio de monjas, al cual yo asistía. Esa tarde yo volvía del colegio con los cuadernos en la mano, por que la Luisa Roldán me había escondido mi bolso en quién sabe dónde. Entonces un chiquillo pasó corriendo con algo en las manos, y me empujó haciéndome botar todos los cuadernos al suelo”.
“También me ha pasado” escuché decir a mi mamá. La abuela Rosa había guardado silencio, pues se esforzaba en recordar un rostro. Atrás había quedado el tiempo en que sus historias eran continuas, como sentarse a ver una película. Ahora se tardaba un poco más con las pausas, pues le costaba retener las imágenes, pero esa noche las pausas eran más cortas que las últimas veces, y no tardó en retomar su historia. “Desde la otra cuadra llegó este joven, que a primera vista era bien poco agraciado, no era para nada como los buenos mozos que yo frecuentaba a esa edad – todos reímos, y una tía dijo algo así como ‘¡ay, mamá!’ –. Tenía el pelo largo y graso, era moreno, tenía una camisa blanca manchada con tierra en los hombros y codos, y los pantalones rotos en las rodillas. Pero me llamó la atención que corrió desde la otra cuadra para ayudarme con los cuadernos. Me acompañó hasta mi casa, disculpándose por su apariencia, diciendo que había estado jugando a la pelota con unos amigos, y ya no me acuerdo que otras cosas más. Se despidió de mi con la mano en la puerta de mi casa, y nunca nos dijimos como nos llamábamos”.
Como siempre hacía, mi abuela nos ubicaba en la historia con algún comentario, y dijo algo de que su papá leía el diario por que en la época no existía tal cosa del televisor, a lo que el nieto de seis años de mi primo Luís gritó “¡no había tele! ¿Y cómo se divertían?”, por lo que todos nos reímos un rato. Luego nos hicimos callar para que mi abuela siguiera contando.
“Si, mi papá leía en el diario algo que decían del presidente Ibáñez, mientras mi mamá tejía sentada en el sillón junto a la ventana”. Era impresionante, pero a pesar de su edad, la abuela Rosa lograba hablar con tanta claridad… “Yo leía un libro de Blest Gana, si mal no recuerdo, sentada frente a mi mamá. Entonces tocaron la puerta, y mi mamá dijo ‘y ese chiquillo quién es’. Yo abrí la puerta, pero no había nadie, sólo una carta. No era esta, era otra, pero sí era de su padre, y lo único que decía era que me iba a esperar fuera del colegio el próximo lunes. Yo me emocioné mucho, pero escondí la carta, y dije que debió ser un pesadito de esos que tocan y se van”.
Mientras mi abuela Rosa seguía con su historia, a nosotros nos envolvía el peso del recuerdo. Yo podía ver a mi abuela a los dieciséis años, sentada en la misma posición de esa noche, con los brazos en las piernas, mirando por la ventana con el aire de una adolescente esperanzada. “Ese día lunes, ni me pregunten de qué habló el profesor de matemáticas, por que de eso si que no me acuerdo, pero sí ese día me acuerdo de que él estaba allí afuera esperándome con una flor y otra carta”. Cerrando los ojos podía ver a la abuela Rosa riendo con sus amigas, todas más nerviosas que ella misma; y no necesitaba preguntar, sabía que a mis primos, primas, tías, y demás familia les pasaba lo mismo. “Mis amigas se despidieron de mi antes de salir del colegio, así que salí sola. Ese día él no estaba cochino para nada. Tenía su camisa blanca, su pelo peinado, sus pantalones planchados, y sus zapatos lustrados. Se veía como todo un caballero. Me pasó la flor, y la carta la guardó en mi bolso, diciendo que no la abriera en una semana. Fuimos a una plaza, donde hablamos como por tres horas y media, o un poco más. Me contó que estudiaba en el Instituto Nacional, me contó de sus planes para el futuro, y me preguntó los míos; hablamos de la contingencia nacional, con la nueva Constitución y la crisis económica, y de cómo sería el mundo en el futuro; hablamos de nuestros gustos en la lectura, y de los poemas que creíamos dignos de dedicarle a alguien especial; hablamos de todo lo que podíamos hablar…”
… Pero el no le preguntó su nombre, ni le dijo el suyo. Podía ver a su padre sentado leyendo el diario, su madre sentada tejiendo, mi abuela sentada esperando a que pasara la semana rápido. “Estuve toda la semana ansiosa, y ni podía poner atención en clases”. Se pasaba todas las tardes comiendo en silencio, vestida con su jumper azul marino y sus trenzas con cintas blancas. “Muchas veces mis papás me preguntaron si algo me pasaba”. Ese viernes estuvo paseándose por su habitación, inquieta, con la carta encima de su cama esperando a ser abierto. “Él me dijo que lo abriera en una semana, pero no podía esperar”. Abrió la carta, “y efectivamente decía que él sabía que no me iba a aguantar al otro lunes, día en que nos diríamos nuestros nombres”. Todos reímos.
“Me dijo que se llamaba Reinaldo, le dije que me llamaba Rosa, y fuimos nuevamente a la plaza, donde me invitó a comer helado, creo. Allí fue, luego de una larga charla, que me pidió que fuéramos novios. Pero…”. Hubo un silencio total. Mi abuela lo miró asustada, pues no se esperaba eso aún, y salió corriendo, torpemente. Mi madre se llevó las manos a la boca, sorprendida al ver que la historia real no concordaba con lo que ella sabía. Llegó a su casa, donde afortunadamente sus papás no estaban como para hacerle preguntas al respecto. Estuvo encerrada en su habitación toda esa tarde, arrepentida por su actitud. No salió ni cuando escuchó a sus papás llegar, ni cuando la llamaron a cenar (excusándose con que no se sentía bien).
Mi madre se levantó para ir a verla, pero mi tía la detuvo poniéndole una mano en el brazo. Al otro día mi abuela se levantó en silencio al colegio. Todo tenía un tono tragicómico, pues mi abuela se sentía avergonzada por lo que hizo, se notaba en su rostro, entre triste y ruborizada. Se pasó todo el día mirando por la ventana de la sala de clases. Ninguno de nosotros se fijó que le estaban pasando de materia, pues solo la mirábamos a ella, con su jumper azul marino y sus trenzas amarradas con cintas blancas. En tres días, la abuela Rosa no supo nada de mi abuelo Reinaldo. Comía en silencio, pero nosotros nos conmovíamos con verla como una adolescente y enamorada. Luego de la cena de esa noche, mi abuela se fue a leer un libro en su habitación, mientras su madre tejía y su padre leía el diario. Entonces tocaron a puerta. Mi primo vio a un chiquillo de pelo largo correr por la calle, y yo me levanté a abrir la puerta, haciendo caso omiso al Coque que me decía que me quedara allí. Antes de llegar a la puerta se me adelantó mi abuela que salió corriendo de su habitación, quién abrió y recogió la carta que estaba en la entrada. Cerró y dijo a su madre que quizá fue otro bromista. Se fue a su habitación sin quitar la vista de la carta, la cual en el sobre solo tenía escrito ‘para Rosa de Reinaldo’ con muy mala letra.
Abrió el sobre con una sonrisa de oreja a oreja, y leyó en voz alta: “Querida Rosa, como no me dio una respuesta aquel día, espero que me de una el lunes que sigue en nuestra plaza. Con cariño, Reinaldo”. Rodó por la cama hasta caerse al suelo, donde siguió rodando, y riendo. Una carcajada nos invadió a todos al ver a la abuela Rosa tan feliz, tan viva. Pasaron los días en los que ella se mantuvo en silencio, pero con un aire ahora totalmente diferente. Habló con sus amigas para saber que era lo correcto por hacer, y todas coincidieron en que tenía que ir a la plaza. Ese lunes se peinó diferente, más tarde comentaríamos con mis primas lo hermosa que se veía. Se despidió de sus amigas a la salida del colegio, y se dirigió a la plaza, por el mismo camino que le enseñó el abuelo Reinaldo.
Pero el no estaba. En la plaza había una especia de feria o festival, con juegos y música. Ella sacó la carta de su bolso, para ver bien el día y el lugar, y solo entonces reconocimos la carta que mi abuela sacó cuando comenzó a contar la historia. Vio que estaba en el  lugar y día indicados, pero el abuelo Reinaldo no estaba entre toda esa gente. Mi madre y mis tías se llevaban las manos a la cara, y mis primos hacían gestos de desaprobación con la cabeza. Solo entonces el abuelo Reinaldo salió por entre todas las personas de la feria, y era como ver una película clásica. Ella y él se abrazaron, se besaron por primera vez, y comenzaron a pasear por la feria. Todos nosotros, sentados como espectadores los vimos alejarse y perderse entre la multitud, en un romántico y feliz final. Entonces todo se volvía borroso, nos envolvía el ruido de la música, y nos veíamos rodeados por la gente.
Cerré los ojos un instante, hasta que el profundo silencio de la casa de mi mamá en Ñuñoa volvió a presentarse, junto con el calor de esa noche. El Coque me dio un codazo y abrí los ojos. Todos miraban a la abuela Rosa, sentada con los brazos en las piernas, la vieja carta apoyada en su pecho, los ojos cerrados, y una sonrisa en el rostro. Nadie lloró, ni se preocupó en demasía, pues sabíamos que ella estaba tranquila. Cada quien llevó a sus hijos a dormir, mientras mi mamá y mis tías buscaban alguna manta y llamaban por teléfono. La noche siguiente, el once de enero, realizamos el velatorio. 

jueves, 3 de noviembre de 2011

Última danza después de Medianoche

Comienza una danza
es la ultima danza
de una noche larga y fría.

La luna ya no está sobre nosotros
se ha movido un poco al occidente
pero la medianoche ya no está tan lejos.

Él y ella comienzan a bailar
se miran el uno al otro
y un blues los comineza a rodear.

No hace calor, 
la noche es larga y fría,
pero de rojo cálido se tiñe el color.

El adagio de la guitarra en un blues
mano con mano, y mejilla en un hombro
giran por la habitación
y él la mira a los ojos donde ya se refleja ese blues.

Giran y bailan
se juntan en un solo cuerpo
vestimenta de sabana y cama
sed de alcohol y bailan.

Levantan los brazos en un lift
cierran los ojos y se encierran en su baile
aunque nadie los mire, por que bailan para ellos.

Giran y bailan
una última danza después de medianoche
en el allegro de la guitarra, y los minutos pasan.

Ya la noche se refleja en el espejo
los esconde la noche en un humo gris de cigarrillo
y ya casi no digo más, que aqui los dejo.

Pues ya han dejado de bailar
y en la oscuridad de la luz apagada
los instrumentos el blues han dejado de tocar.

El escenario vacío está
vestimenta de sabana y cama abandonados
un rayo de sol por la ventana
El escenario vacío no quedará.

Pues Bailarín y Bailarina han dejado de bailar
última danza despues de medianoche
pero no última noche de danzas y blues
y Balarín y Bailarina ya se irán a encontrar.

miércoles, 26 de octubre de 2011

Skrik

Inspirado en la obra 
expresionista de Edvard Munch.



La ducha. Para muchos es quizá el momento más relajante de todo el día, el agua caliente cayéndote por las espalda, y el pelo, un poco de jabón por aquí, un poco de shampú por allá. Un par de segundos, o quizá un poco más para sentir ese momento, disfrutarlo, abrazarlo, o que él te abrace.”El relajo tiene el nombre y el color del agua caliente de una ducha en una mañana de invierno”, para quien quiera poetizar. Normalmente le gustaba tomarse tiempo bajo las gotas que resbalaban por su cara, le tranquilizaban los músculos, le hacían olvidar al menos por un instante tanta cosa, tanto pensamiento que no lo dejaban volver de la oficina, al menos no mentalmente. Además ahí nadie lo podía molestar, su mujer dormía, pues entraba más tarde a su trabajo, y sus hijos ya se habrían ido al colegio (o a la universidad, quién sabe). Ese era su momento y su lugar, todas las mañanas, todos los días (menos los fines de semana, días en que todo lo bueno y lo malo se toma un descanso). Pero no ese día…
No ese día…

No… no ese sábado.

Día viernes por la tarde, y él está sentado en su oficina, digitando números con los ojos pegados a la pantalla a través de los lentes, la espalda jorobada, y un vaso de café cargado junto a su mano izquierda, ya casi a la mitad, y se sabía que así se quedaría al menos hasta un par de horas más cuando la Carmencita pasara recogiendo la basura del día y le dijese “¿se va a tomar esto? Está frío”, a lo que el respondería “entonces no, estoy ocupado” sin mirar, como siempre, cosas de gente ocupada (de gente de oficina, quizá). Pasaban los minutos, algo no salía bien, no lograba cuadrar, no encajaban los números, dos o tres dígitos, números, cantidades, cosas, porqué, porqué, el café ya no estaba, “entonces ya pasó la Carmencita”, “qué hora es”, se levantaba, buscaba en sus bolsillos del pantalón, pero miraba la chaqueta colgada detrás de la puerta entreabierta, se rascaba la cabeza casi calva por los años, y se pasaba la mano por la barba detrás por las semanas, las largas semanas. El bolsillo de la chaqueta, ahí era, unos Belmont Light, no, no unos, uno, en el otro bolsillo el encendedor color verde, ya casi gastado, pero aún lograba mantener la pequeña llamita color amarillo como las poleras que usa su hija (o usaba, quién sabe), pero no prende, no prende, uno, dos, tres intentos, no prende, no cuadra, no sale, el frío le acalambra el pulgar, “¡la calefacción, Carmencita, por la cresta!”, se le resbalan los lentes, pero ya, ahí, prendió, el cigarro igual, aspira una bocanada que entra y se pasea feliz hasta el fondo de su pecho, y luego exhala el humo, abre la ventana, y se abandona en su silla. Se suelta un poco la corbata, cierra los ojos, y sigue con su Belmont Light. Sintió un cosquilleo en la nuca, lo cual siempre significaba que ya estaba relajado. Le pasaba lo mismo en la ducha, o cuando era joven luego de pasar una noche en casa de su actual mujer (cosas que ya no suelen pasar).
Volvió la vista a la pantalla del computador, y claro, le faltaba un estúpido dato en los ingresos del mes. Se quitó los lentes, llevó la mano con el cigarro a su boca, y retirándola se llevó la otra mano a la cara, la cual se tapó para reír. De la nada le vino una risa, como si le hubiesen contado algo comiquísimo. Rápidamente abandonó el carcajeo, se volvió a poner los lentes, y continuó con el trabajo, volviendo a su posición inicial. Por afuera de la oficina pasó la Carmencita, llevando una bolsa con papeles del baño. “Carmencita” la llamó, levantándose de su silla para alcanzarla en el pasillo. Se encontraron bajo el marco de la puerta de la oficina, y ella tenía una cara entre preocupada, apurada, y supuesta a hacer cualquier favor.
- ¿Estará prendida la calefacción? – preguntó él.
- Si, si lo está, ¿tiene frío, don? – respondió ella, con ese acento que a veces le caía bien, y otras veces le cargaba por el único hecho de que eran peruanos. Ese día, simplemente no le molestaba.
- No, no, no – exclamó él con un movimiento de la mano derecha, pues la otra la mantenía sosteniendo la puerta de la oficina –. Sólo era por saber, no se preocupe, Carmencita. Ah, y discúlpeme por haberle gritado hace un rato, es que de repente pierdo la cabeza, ¿estamos? –. La Carmencita lo miró extrañada. Giró un par de veces la cabeza para ambos lados del pasillo, vacío como todos los días a esa hora de la tarde, y dio un par de pasos hacia la puerta de la oficina.
- Usted no me ha gritado, don – le dijo, apoyándose en la escoba con la mano con la cual sujetaba la bolsa con papeles, como si fuese un coligüe, y la otra mano la apoyaba en la cintura como si estuviese embarazada. El hombre que asomaba la cabeza por la puerta de la oficina arqueó las cejas, y dijo algo así como “estoy seguro de que le grité”. Se despidió rápidamente con una palabra inentendible, y cerró la puerta de su oficina. Al otro lado se escuchaba como se lanzaba en su silla, para una vez más abandonar el cuerpo, y trabajar automáticamente, por el par de horas que quedaban de trabajo. Sin más que hacer ahí, Carmencita siguió su trabajo.

Ya eran cerca de las ocho de la noche, él volvía del baño, luego de haber tenido unas horribles ganas de orinar. En el pasillo se encontró con la Carmencita que le dijo que don Carlos estaba en su oficina, esperándolo. “Este viejo de mierda” pensó (en voz alta), miró hacía la puerta de su oficina, se volvió a Carmencita, le dio las gracias (con la mirada), y se dirigió a hablar con su jefe. Frente a su puerta, se arregló un poco, y pensaba en la situación, para relajarse un poco. Simple solución, como matemática simple: un viejo cercano a los cincuenta y cinco o cincuenta y siete años, hijo del cuñado del primer director de la empresa, fue contratado hace unos diez años para ocupar el cargo de gerente general. También ahora quería hablar con él, quince años trabajando, y hace cinco en el cargo de jefe de administración; no era la primera vez, como no era la primera vez que le molestaba tanto pensar que al otro viejo le hubiese tomado dos tercios del tiempo que él llevaba trabajando allí, lograr… y ni siquiera lograr, conseguir… ni siquiera conseguir, simplemente estar en un cargo mayor, sólo por ser el hijo de quién sabe que pelotudo con dinero. (Historia trillada, el sabía que no era el primero ni sería el último testigo de tales situaciones, y se esforzaba en pensar en ello para tranquilizarse… resultados a la hora de la sopa.)
Se sentó en la silla de los invitados, puesto que don Carlos yacía sentado en la suya, cómodamente bajo ese enorme estomago cultivado con el paso del tiempo, y la llegada del dinero. Su risa no era molesta, en lo absoluto, de hecho tenía gestos y una forma de hablar muy simpáticos y agradables, pero solo eran agradables dependiendo de la situación en la que los emplease, o de las cosas que te decía. Él siempre se fijaba en estos gestos, solo para darse a entender cuando se iba a sentir molesto, cuando incómodo, cuando confundido, y cuando le provocaría risa. Al entrar vio al enorme hombre sentado en su silla, que lo recibió con una sonrisa (molestia); luego don Carlos lo invitó a sentarse en las sillas para los invitados (incomodidad); contó un chiste acerca de otro viejo, uno de tantos viejos del directorio (risa); pregunta acerca de la familia, la mujer, la hija y los estudios, el hijo y ese partido de fútbol de hace dos semanas, o de básquetbol, quién sabe (uhm…). Luego venía la conversación seria, introducción innecesaria, mucho bla bla,  vueltas y vueltas en cosas redundantes, que has sido tan buen empleado, pero que ya sabes, los gastos, el presupuesto, alzas, bajas, más y más jergas económicas, rodeos, pero ningún punto, nada, nada, “y a qué quiere llegar”, movía las manos al hablar, les daba vueltas, como las ideas repetitivas que llevaba diciendo hace menos de dos minutos, eternos dos minutos, entre los cuales con cada palabra que decía desprendía letras, d, que solo llegaban a una idea, e, entonces, si todo estaba tan claro, s, para qué tanto rodeo, p, por qué no lo dice ya, e, si le dieron esa facultad hace diez años, d, dos tercios del tiempo, i, comenzaba a mover una pierna, inquieto, d, sentía que transpiraba mirando esas manos moviéndose en círculos, esa boca hablando, balbuceando palabras vacías, que tan solo, o, tan solo…
“¡Señor!” gritó. Se encontraba de pie, la silla estaba tirada en el piso, y don Carlos lo miraba algo confundido. “¿Se encuentra bien?” le preguntó.
- Siento mucho haberle gritado… – comenzó a disculparse.
- No me ha gritado – le interrumpió don Carlos – pero es que de pronto se puso de pie y… ¿tiene que salir? Si es así yo lo entiendo, y conversamos mañana.
- No le…  - se extrañó – no, no importa, es solo que tanta palabra me tiene algo confundido, y quería saber cual es su punto… ¿me está despidiendo? –. Hubo un silencio luego de la última pregunta, antes de que don Carlos soltara una carcajada estruendosa (incomodidad, nuevamente), y se echara para atrás en la silla. Lo miró fijamente a los ojos, y dijo:
- No, nadie te va a despedir, no a ti – se levanto de la silla con mucha dificultad, dando la impresión de que la conversación ya estaba concluida, o concluyendo. Rodeó el escritorio, y se le acercó, como para decirle un secreto –. Pero necesitamos que despidas a alguien –. Volvió a sonreír (cabello erizado en la espalda), y se dirigió a la puerta – nos vemos mañana.
- ¿Mañana? – se extrañó, y los lentes le resbalaron un poco en la nariz.
- Si es que – comenzó a explicar don Carlos con una mano en la perilla de la puerta de la oficina. Ya no sonreía, y tenía la mirada en el suelo, como buscando algo – por lo que he visto, te quedan muchas cosas por hacer con eso – apuntó con el mentón al computador.
- Más o menos – replicó.
- Y nos avisaron hoy en la tarde que el lunes va a haber una reunión extraordinaria con el directorio – continuó su jefe – y bueno, necesitamos eso listo.
- Lo puedo terminar hoy día, señor. ¿Cuánto falta para salir?
- Fue hace trece minutos, exactamente. Ven mañana temprano, y necesito que vayas a cobrar esto – le dijo entregándole un cheque doblado a la mitad – es para pagarles a los tipos del asado del fin de mes pasado, se lo debemos. Sino les pagamos… bueno, hasta mañana –. Se dio media vuelta y se retiró de la oficina.
Se guardó el cheque en el bolsillo de la camisa, y se sentó en su silla. Le dio la vuelta, para mirar por la ventana que daba a Bandera. No había mucho que mirar, pero sentía la necesidad de pensar un poco, le faltaba tiempo para terminar lo que estaba haciendo, además todavía tenía que agregar el ingreso ese que le había faltado hace un rato, y además despedir a alguien, ¡cómo se le ocurre a ese viejo que él seria capaz de despedir a alguien así sin más!, y ya no le quedaban cigarros, podría fumarse uno en ese momento, pero no, mejor se compraba alguno saliendo de la oficina, y luego mañana, mañana tenía que ir a trabajar, y despedir, ¿a quién?, trabajar, había algo mañana, pero ya qué, mañana tenía que ir a trabajar. Miraba por la ventana, pero sin mirar exactamente, y soñaba despierto en el calor que el enorme cuerpo de su jefe había dejado en su silla. Reía a ratos, y a otros fruncía el ceño. Se llevó una mano a la cara, y se comenzó a morder la uña del meñique. Caminó a la ventana, despacio, sin abrir mucho los ojos, la abrió un poco, y sin mirar a abajo, saltó. Se sintió en el aire un par de minutos, sentía el viento en la cara, y de pronto una mano en el hombro. Abrió los ojos, sentado en su silla, la ventana estaba abierta, y la Carmencita se encontraba de pie frente a él con una mano en su hombro. “Se quedó dormido, don. ¿Está bien?” le dijo, preocupada. Él se levantó de la silla, se estiró un poco, diciendo lo obvio, que estaba bien, que no se preocupara, ¿qué hora es?, ya me voy, nos estamos viendo, dame mi chaqueta por favor, Carmencita… ella lo miró atentamente, juntando sus manos; él la miró también con el ceño fruncido, señal que cambió lentamente la expresión de la peruanita. Él se puso la chaqueta, tomó su bolso, abrió la puerta, y antes de salir le dijo: “estás despedida”.

Estaba sentada en la cama, tapada hasta la cintura, el televisor prendido, aunque no lo estaba mirando. Hace un rato estuvo leyendo, pero ya se habría aburrido, y ahora se limaba las uñas tranquilamente, sin expresión en el rostro. Sus hijos dormían cada quien en su pieza, excepto uno que se habría quedado a dormir en casa de un amigo a terminar un trabajo de la universidad. Tenía frío, los pies helados, aunque no podía tenerlos más abrigados. En la tele se habían ido a comerciales hace bastante rato (o esa impresión tenía), y ya había olvidado que estaba viendo (que estaban dando). Pero ya que, las uñas le estaban quedando bien, parejas una con la otra, y ya nadie se daría cuenta de que se rompió (comió) una hace un par de horas. Un poco de esmalte y ya, todo listo para el cumpleaños de su hermana al otro día. Dejó la lima en el velador, y se acomodó a tiempo que escuchaba las llaves de su esposo, tratando de entrar desesperadamente, en la chapa de la puerta. Pensó en ir a abrir, pero conocía a ese hombre, no era momento para meterle conversa. Se acomodó mejor, apoyó la cabeza en la almohada, y cerró los ojos.
Él entró como exaltado a la habitación, tiró las llaves, seguramente a la cómoda, pero éstas cayeron en el piso. Hizo un gemido o un ronquido, un sonido gutural de molestia, y comenzó a desvestirse. En dos miradas rápidas miró a su mujer, y luego el televisor, donde aún daban comerciales. Se sentó en la cama, estiró un poco el cuello, y miró a su mujer por encima del hombro. “No apagaste la tele”, dijo con una sonrisa, un poco más relajado. “No llegaste a comer” dijo ella, sin abrir los ojos, resignada a que su idea de hacerse la dormida no había funcionado. Él se rió. “¿Quedó algo?” le preguntó, quitándose los zapatos, y lanzándolos al otro lado de la habitación. Hubo un pequeño silencio, y él repasaba los hechos de la micro, de esa señora, etc. “Hay un poco de pizza en la cocina, en el microondas. Tu hijo se compró cigarros, por si quieres” le dijo su mujer, sin moverse.
- ¿Ahora es mi hijo? – le preguntó con una sonrisa.
- Cuando fuma es tu hijo – respondió ella – apaga la tele cuando salgas.
- Bueno. Mañana voy a trabajar –. Ahora su mujer se incorporó en la cama, y lo miró, buscándolo entre la poca luz de la tele.
- Mañana es el cumpleaños de la Marta.
- Voy después de la pega, saldré como a las dos –. Su mujer lo miró un poco molesta, y volvió a su posición inicial. Se quedó allí un par de segundos antes de volver a hablar.
- ¿Qué te pasó en la micro?
- Una vieja me habló.
- De política.
- De política ignorante, si.
- Ándate a comer luego, antes de que me tires tu celular en la cabeza – bromeó ella. Él hizo una risita, o algo parecido, y luego murmuró algo así como “no, si está en la chaqueta”. Apagó el televisor, y salió de la pieza tranquilamente, camino a la cocina. En el microondas había un pedazo de pizza frío, y a un lado estaba la cajetilla de cigarros Lucky Strike Light que habría comprado su hijo. “Este hueón fuma Lucky” pensó. Calentó el pedazo de pizza, y buscó un vaso para servirse bebida. Luego reparó en la ausencia de bebida en la cocina, o en el refrigerador.
Sentado sólo en el comedor, con la luz apagada, se comió un pedazo de pizza casi hirviendo. Sentado ahí, era como estar en la ducha. Solo, un lugar para él, tranquilo en silencio. Al fin y al cabo, para qué comer pizza si ni siquiera tenía hambre. Se levantó de la silla, y se dirigió nuevamente a la cocina. “Vieja ignorante”, pensaba, “y pensar que…”. Puso un poco de agua en el hervidor y buscó el café por entre la oscuridad. “Y pensar que…”, se reía, apoyaba las manos en el mesón de la cocina, se rascaba la cabeza, la barba. Se sirvió el café, sin azúcar por no buscarlo entre la oscuridad. No quería saber que hora era, para qué, al fin y  al cabo tenía su teléfono en el bolsillo de la chaqueta. El bolsillo. Aún tenía el cheque en el bolsillo de la camisa, se llevaba una mano al pecho para asegurarse que aún estaba allí. Luego revolvía el café con una cuchara mientras aún pensaba en la vieja que tanto rato le habló en la micro. “Vieja ignorante”. De un impulso lanzó la cuchara lejos, y en silencio con los ojos cerrados escuchó como ésta pasaba por la puerta de la cocina, rebotaba en la mesa del comedor, y caía al suelo con mucho ruido. Pasados unos segundos tomó la taza de café, y se la llevó a la boca. Se quemó los labios con el primer sorbo, al cual respondió con un gesto de molestia mezclado con algo de resignación frente a un error. El resto del café se lo bebió en silencio, de pie en medio de la cocina, trataba de recordar si le gritó en algún momento a la vieja. “No, no lo hice. Nunca se quedó callada”. Rió. Una risa silenciosa, nada de carcajadas. Se terminó la taza en silencio. Luego de refregarse la cara con las manos, suspiró, y regresó a su habitación. “Después de todo, debo volver mañana”.

Abrió los ojos, una mañana de sábado soleada, como pocas veces en junio. Luego los volvía a cerrar, tratando de despertar mejor de aquel extraño sueño en el que caía de un puente, pero que nunca llegaba al río. Suspiró, y se restregó la cara con las manos, se rascaba la cabeza y la barba, volvía a suspirar. “Quiero un café” decía. Miró a su lado, su mujer no estaba acostada en su cama, tampoco se escuchaba la ducha a lo lejos, ni ella hablando por teléfono, como acostumbraba varias mañanas de sábado. Se sentó en la cama, y se estiró los brazos y el cuello. De a poco se acercó el sonido de cucharas y platos desde la mesa del comedor, y las voces de su hijo y su esposa conversando cosas irrelevantes (seguramente, al menos para él). Volvió la vista al velador, pero su teléfono no estaba allí. “Qué más da”. Se levantó lentamente de la cama, volvía a estirarse, no podía esperar para su ducha, su tan preciada ducha, que duraría al menos hasta que su mujer le gritase desde afuera del baño, golpeando la puerta, una y otra vez, como siempre sucedía todos los condenados sábados. Pasó al baño para orinar, tomó un poco de agua del lavamanos, y se mojó la cara para despertar mejor. Salió de la pieza rascándose la cabeza, peinándose un poco los remolinos de pocos pelos que se le hacían al dormir. En la mesa se encontró con su familia, su hijo fue el primero en verlo, y lo saludó con una sonrisa llena de pan con palta. Su esposa, que le daba la espalda desde la cabecera de la mesa, lo miró. En una secuencia curiosa, y algo cómica, la cara de su mujer pasó de un cordial saludo, a unos ojos abiertos, sorprendidos por una noticia, y terminó con una interrogante ahogada por un sorbo de té sin azúcar. Él devolvió la sonrisa, saludando a todo, y se sentó frente a su hijo. Sacó un pan, y comenzó a untarlo con normalidad. Pronto reparó en la cara de su esposa, que mantenía la interrogante entre las cejas, y la mantenía a medida que seguía tomando su té.
- ¿Qué haces aquí? – le dijo su mujer, sin mucha emoción. Su esposo, miró con una sonrisa a su hijo, y luego volvió a su mujer antes de responder.
- Tomo desayuno – y le dio una mordida a su pan.
- Tomas desayuno – repitió su mujer. Ella bajo la vista, dejó la taza en la mesa, y puso su mano sobre la de su esposo, adoptando una actitud de compasión (o algo, quién sabe) –. Pero, ¿no tenías que ir a trabajar hoy día?
Sólo dos segundos. Sólo en dos segundos él tuvo un vacío en el estómago que lo devolvió al día anterior, en su oficina, su jefe en la puerta de su oficina dándole un cheque para cobrar ese día en que le pidió… ¿pero qué hora era? No podía ser tan tarde, no se podía haber quedado dormido, no ese día, ¿pero que hora era?, y él tomando desayuno tranquilamente, pan con palta, ¿pero qué hora era?, y el cheque dónde, aún estaba en la camisa, lo más probable, o al menos eso esperaba, eso tenía que ser, ¿pero qué hora era?, su teléfono estaba aún en su chaqueta, por ahí tirada en la pieza, en la cama, quién sabe. No se había dado ni cuenta cuando se encontraba de pie frente a la mesa del comedor, y había lanzado el pan a quién sabe dónde. Le tomó otros dos segundos desaparecer del comedor y estar en el baño prendiendo el calefón con fósforos que una y otra vez se partían. “¡Necesito prender el calefón, por la cresta!” gritaba. Lanzó la caja de los fósforos al otro lado del pasillo por la puerta abierta del pasillo, y se metió a la ducha fría, de la cual salió en dos minutos, sin perder tiempo en lavarse el pelo. Casi tropezándose salió de la ducha, se secó rápidamente, y se vistió con unos pantalones del suelo, una camisa de quién sabe qué color, y una chaqueta que a primera vista combinaba con el pantalón, corbata ni pensarlo, su teléfono en la chaqueta del día anterior, ni pensar en ver la hora, correr por el pasillo, “¿te vas a tomar un café?”, “¡no me hueí, que estoy atrasao’!”, abrir la puerta, tomar las llaves de encima de la mesita, y correr, que por favor la micro pase luego, y justo, ahí viene, correr, correr, “¡muévase, señora!”, la tarjeta, dónde cresta, ¡aquí está!, subir, al fondo un asiento vacío, qué importa que detrás de él subió otra señora de edad, alguien más le dará el asiento, la ducha se fue a la mierda, pero está sentado, sentado y tranquilo, relajado, ya no más que la micro avance rápido, y él logre llegar a tiempo. Cerró los ojos, y suspiró, escuchando el motor de la micro funcionar con velocidad. Pensó en llamar a su jefe, explicarle que la batería del celular, o que los amigos anoche, excusas, qué importa si agravan las faltas. A esa altura, ya qué importa.
El respaldo del asiento poco a poco se inclinaba hacia atrás, pero él no abría los ojos. Escuchaba a las voces del resto de los pasajeros alejándose de él, de sus oídos. El vértigo del asiento inclinándose cada vez más, lo obligó a afirmarse con fuerza de los posa brazos, y entonces abrió los ojos, observando el cielo moverse por encima (debajo) de él, y reparó en que la micro lo botaba a la calle sin mayor dificultad. La inclinación del asiento ya era tal, que veía los autos de cabeza, y el cemento de las calles moviéndose a toda velocidad por debajo (encima) de su cabeza. Sus manos se aferraban al asiento, pero ya no podía, se resbalaban, le traspiraban, y se soltaban, y cayó. Cerró los ojos, y los volvió a abrir. La micro estaba detenida en medio de la Alameda, en medio de un taco, que desde su asiento no alcanzaba a ver hasta dónde llegaba. Trató de ver por la ventana más o menos dónde se encontraba. Faltaban dos cuadras, pero no avanzaba. La condenada micro no avanzaba, no se movía. Pero iba a esperar. No quedaba otra, de todos modos tenía tiempo, de sobra quizá. Ojala.
Ojala.
Un niño pequeño, no más de un año, apoyado en el regazo de su madre o abuela, se entretenía con el movimiento de su pierna. Él ya no podía con la desesperación de ver la micro detenida, sin avanzar ni un solo centímetro, y escuchar la risa de esa guagua que no callaba. Le sudaban las manos, y ya no sabía que hora era. No se dio ni cuenta cuando se bajó de la micro, y corrió a pasos agigantados por la Alameda en dirección a su oficina, pasando jóvenes, cojos, viejas, señores, señoritas, niños, pacos, autos, y de cuanto se le atravesara por enfrente, y qué importa si casi choca a una vieja, o una coja, o una vieja coja, o quién sabe qué, si ya casi no faltaba nada para llegar. La velocidad de sus piernas era tal que ya sentía que no tocaba el suelo. Se sentía pasar por encima de las cabezas de un montón de desconocidos despreocupados viviendo su fin de semana en el centro. De pronto giró casi evitando chocar con el letrero que indicaba la calle en Bandera, y continuó su travesía, esquivando, chocando, corriendo, casi volando, entrando al edificio, subiendo por la escalera (por que ni pensar en esperar el ascensor), llegando al piso 5, sin saludar a nadie, entrando a su oficina, tirándose sobre su asiento, y cerrando los ojos al fin. Esperó un instante con los ojos cerrados, sin saber qué esperaba, pero se quedó. Se volvió a incorporar, y prendió el computador, refregándose la cara con las manos sudadas. “Carmencita” llamaba. Nada.
Llamó tres o cuatro veces sin respuesta alguna, hasta que entró su jefe. Éste lo miró extrañado desde la puerta, mientras recibía una mirada excusante desde el hombre sentado frente a un computador prendiendo. “¿Sabes que hora es?” le preguntó su jefe.
- Las ocho y media, espero – respondió bajando la vista.
- Son las doce y cuarto – le dijo su jefe echándole una mirada a su reloj de pulsera. Era la primera vez que veía a su jefe tan enojado (o simplemente molesto, quién sabe). Él se comenzó a disculpar, que el tránsito, que su mujer, que el hijo, que la hora, que el celular, que esto, y lo otro. Al final, don Carlos levantó una mano, y él guardó silencio –. Ya no importa, ya no importa. Estás aquí, y más te vale terminar eso antes de las dos.
- Si señor – se comprometió, obediente. Don Carlos dio media vuelta para salir de la oficina, y él se apresuró a preguntar – jefe, la Carmencita… ¿no viene los sábados?
- ¿Y qué, acaso es nuevo usted? – bromeó su jefe (aunque no le causó mucha gracia) –. Usted la despidió ayer, Carmona. Apúrese con eso, y acuérdese del cheque.
Su jefe se fue, dejándolo con un leve dolor en el estomago. “No tomé desayuno” pensaba. Abrió los archivos, carpetas y documentos que necesitaba para continuar con los que hacía el día anterior (sin poder acordarse en qué momento despidió a la Carmencita). Miró la hora pasado unos instantes, ya eran las doce y media. No se preocupó por el cheque, le faltaba tan poco (quizá, u ojala) para terminar con eso, que lo terminaría antes de la una, y a las dos cierran los bancos. Digitaba tranquilo, pasando datos de la planilla Excel a los papeles encima del escritorio, de los papeles a Excel, y los ingresos, y los egresos, y ¿qué es eso?, como que algo falta, esto va aquí, esto aquí, ahora esto, y esto, y aquí como que algo falta, un número, o un dato extra, y ni tan extra por que nada cuadra, nada, nada, y ¡verdad!, el dato. Buscó por entre los papeles encima del escritorio hasta encontrar una lista con la merma de la producción de septiembre, lo agregó, y al fin pudo seguir con normalidad.
El cerro de papeles que le quedaba por revisar se hacía cada vez menor, el de papeles revisados cada vez mayor, y lo único que pensaba era “tanta tecnología y aún estamos acumulando papeles”. Se echó un instante para atrás en la silla, dejando los lentes encima de los cinco papeles que le quedaba por traspasar. Suspiraba tranquilo, y sacaba un cigarrillo de la cajetilla de su hijo (que quién sabe en que momento se guardó en el bolsillo). Giraba en la silla envolviéndose en el humo gris del Lucky Strike, hundiéndose en una atmósfera extraña y algo onírica. Pero a pesar de toda la calma que le producía ese sueño, abrió los ojos estresado y cansado. Su celular brillaba encima del escritorio, avisando de un mensaje de texto que llegó mientras dormía. Cogió el teléfono estirando el brazo, con todo el resto del cuerpo abandonado a su suerte, y abrió el mensaje de su esposa: “Ya nos fuimos a la casa de la Marta, trata de llegar temprano”. Retomó la vida de su cuerpo, junto con los lentes, acercándose al computador para terminar con los (condenados) cinco papeles que le quedaban por traspasar. Tomó el primero, datos, datos, teclas, números, corchete y al otro montón. Tomó el segundo, datos, datos, teclas, números, corchete y al otro montón. Tomó el tercero, datos, datos, teclas, números, corchete y al otro montón. Pero cuando se preparaba a tomar el cuarto se fijó en el reloj del computador pasando de las 13.32 a las 13.33. “Puta que es tarde” pensó. Y retomó la rutina, tomó el cuarto, datos, datos, teclas, números, corchete, y al otro montón. 13.39, tomó el quinto, datos, datos, teclas, números, y ¿el cheque…?
Don Carlos recuerda que en ese momento vio a una silueta de Carmona corriendo por el pasillo y desaparecer por la puerta gritando algo. Pero Carmona recuerda haber pensado en la hora, y en el cheque, y sin apagar nada ni tomar nada, salir volando por la puerta de su oficina (cheque en mano, celular en escritorio, chaqueta quién sabe dónde), y bajar por las escaleras a la misma velocidad con la que llegó esa mañana (o tarde, si eran las doce). Antes de salir escuchó algo parecido a su jefe preguntándole a dónde iba tan apurado, o algo parecido, “no se preocupe, si ya está todo listo” gritó de vuelta.
Faltando veinte minutos para las dos de la tarde, algún lugar debía estar abierto para cobrar el cheque, “digo, esto es el centro, está lleno de bancos”, pero llegaba a un lugar, y estaba lleno, Estado, ya cerrando, por Huérfanos había uno, lleno que ni un alfiler, y dónde había otro, Ahumada parece, pero no, no hay, o no lo veo, y el cheque en la mano, y si lo roban, y no, mejor me apuro, por que ya falta poco, son casi las dos, y señora ¿usted sabe?, no si ya fui por ahí, ¿ese?, puede ser, corre, esquiva, evade, choca, un café en el brazo, quema, quema, quema, se sube la manga, y no, está lleno también, y en Santa Lucía, cerca del metro, pero está a la cresta, faltan como diez minutos, igual llego, eso piensa, que igual puede llegar, comienza a correr, retomando una carrera abandonada, y el teléfono, ¿y el teléfono?, no importa, sigue corriendo, cruza la Alameda, casi lo atropellan, y llega, pero no, también está lleno, y ya están echando a la gente, y puta qué hago, qué hago, qué hago, la hora, son casi las dos, y si han sido casi las dos desde que salió de la oficina, y Puente, en Puente había uno, ¿o no?, cinco minutos, la hago, corre, de vuelta corre hacia el Mapocho esquivando a la gente que se cruza en el camino y no lo dejan pasar cuando faltan solo cinco minutos o cuatro o tres pero chucha que casi lo atropellan otra vez cruzando la Alameda aunque ahora fue una micro y porqué no tomé una micro y que no po’ si son muy lentas y ya falta tan poco y el cheque casi empapado en la mano sudada que se balancea mientra Carmona apura el paso tratando de llegar a un banco que ojala que se encuentre en Puente por que sino no alcanzó a cobrarlo y aún tiene que ir a la oficina a buscar sus cosas por que después que su mujer y el cumpleaños de la cuñada y llegó al Paseo Ahumada y ahora corre más rápido aún más rápido y la gente que se cruza y no se mueve y dos minutos y no llega y el calor la gota de sudor una en la frente otra en la espalda en las manos Plaza de Armas ahora Puente y tiendas y más tiendas y el Mall que cambió el nombre y no hay banco y no hay banco y la hora no ya son las dos de la tarde todo cerrado pero sigue corriendo esquivando calles y cruzando gente o al revés y de pronto mira se mira en un puente que quién sabe cuál o dónde o cuándo y mira vuelve a mirar puente abajo se arrodilla en el suelo o se acuesta cierra los ojos y cae por la ventana o cae de la micro o el humo gris de un Lucky Strike que lo ahoga y el grito, grita, grita, y vuelve a gritar, detenido en el suelo de un Puente cerca de Cal y Canto y Estación Mapocho, grita con todas sus fuerzas al cielo y al suelo, al fin, cansado (pero descansado) al fin, con el cheque arrugado en su mano, y los  lentes a media nariz de la cara sudada, la camisa con café, y los pulmones llenos de aire, al fin… al fin…

Una mujer pasaba por aquel puente. Venía del mercado cargada de bolsas, acompañada de un niñito moreno, igual que ella. Vio al hombre arrodillado en el suelo que ya había dejado de gritar, y vio como la gente lo esquivaba. Dejó las bolsas con el niño que lo acompañaba (seguramente su hijo, o nieto), y se acercó al hombre que ahora miraba el suelo sin levantarse. “Don César, está usted bien” le preguntó. Carmona levantó la mirada y vio a la Carmencita a su lado, poniéndole una mano en el hombro.
- ¿Carmencita? ¿Qué hace aquí? – le preguntó mientras se levantaba del suelo.
- Estaba comprando en el mercado – le respondió, como si aún fuese su jefe –. ¿Está usted bien? Estaba gritando, y me asustó un poco –. Carmona dijo algo que sonó a “¿estaba gritando?”, por lo que Carmencita asintió. Luego Carmona comenzó a reír a carcajadas, abrazó a su antigua empleada, y comenzó a caminar de vuelta a su oficina, tan relajado que parecía que flotaba.
- Ya no está despedida, Carmencita, no es necesario – dijo Carmona a lo lejos.
- Pero, ¿porqué, don? – le preguntó ella, preocupada por el extraño buen humor que tenía su antiguo jefe.
- No es necesario, parece que alguien más se va a ir.

lunes, 1 de agosto de 2011

Malas Ideas

Miraba el techo, con los brazos y piernas extendidos en su cama. El televisor se encontraba prendido desde hace dos horas, en las cuales no veía ni siquiera las copuchas del mundo de los famosos. No veia ni la hora en el despertador, ni en el teléfono, y para qué... "De todos modos", pensó, "nadie se va a morir por que falte a trabajar". Sonrió, y siguió durmiendo.

Qué sorpresa se llevaría al jueves siguiente, cuando se entere de que tiene que ir a velar a Don Hector Cubillos.

viernes, 8 de julio de 2011

Testigo

Dejó las llaves encima de la mesita de centro, y se sentó en el sillón de cuero negro frente al televisor. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, y cerró los ojos, descansándolos de un día agotador en la universidad. Alzó la cabeza, y vio el desorden en el departamento: hojas, libros y lápices tirados por el suelo; papeles arrugados sobresaliendo del basurero; el escritorio oculto bajo libros, hojas y cuadernos; vasos y platos sucios repartidos por la biblioteca y la mesita de centro. Con la luz apagada se veía como un desastre apocalíptico ocurrido en ese puro lugar. “Llevamos tres semanas aquí, y ya tenemos todo desordenado” pensó. Sonrió y volvió a apoyar la cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos. Durmió un par de minutos, viendo luces y formas de colores moverse en un espacio negro, y parecía que cada vez las formas y luces se movían más rápido. Despertó cuando ya todo se había transformado en una enorme masa blanca luminosa. El televisor estaba prendido, pero el canal estaba fuera de aire.

“Debieron dejarla programada los chiquillos”. Se levantó del sillón y apagó el televisor. Luego se dirigió a su habitación, esquivando los lápices y cuadernos repartidos en el camino. Aprovecharía el día siguiente, que era fin de semana, para decirle a sus compañeros que limpien el departamento. Pasó por el pasillo, que parecía ser el único lugar ordenado de ese departamento, y llegó a la pieza de al fondo. Se quitó las zapatillas, y se acostó tal cual en su cama. Se quedó dormido de inmediato, y volvió a soñar con las formas y luces de colores.

Despertó de un salto al sentir el viento en su espalda. Ella jamás dormía con la ventana abierta, por lo mismo, el viento helado en la espalda la desesperaba. Se levantó y cerró la ventana. Ya despierta escuchó bulla proveniente de algún lugar, quizá del mismo edificio, pero no lograba saber de donde venía específicamente. “Siempre llegan universitarios por acá, y no se callan en toda la noche” se dijo con molestia. Salió de la habitación y se dirigió a la cocina. Tomó un poco de agua en un vaso, y se llevó las manos a la cara. Le comenzaba a doler la cabeza, una jaqueca estúpida que siempre le daba cuando se despertaba repentinamente en las noches que hacía mucho frío. Alegaba de que hiciese tanto frío una noche de febrero, mientras buscaba en la biblioteca alguna pastilla para la jaqueca, o para poder dormir. Nuevamente en la cocina, miraba el reloj al tiempo que se tomaba la pastilla. “Tres horas más, y me levanto al trabajo… que lata” se dijo al ver las manillas del reloj marcando cinco para las tres de la mañana.

Se asomó a la pieza de sus hijos antes de ir a dormir, para asegurarse de que estuviesen durmiendo bien a pesar de la bulla que hacían los jóvenes en algún lugar del edificio. Al ver que cada uno dormía perfectamente bien en sus respectivas habitaciones, se dirigió a la suya. Pero no se le quitó el dolor de cabeza con la pastilla. Se quedó despierta hasta que dio la hora en que sonó la alarma de su teléfono en el velador a un costado de la ama. El dolor no se le quitó sino hasta que se tomó un café en su oficina. “Quizá fue el frío de anoche” se dijo. Pero luego le pareció extraño escuchar a sus compañeros de trabajo hablando del calor insoportable de la noche anterior, y que varios de ellos no pudieron dormir por lo mismo.

“¿Por qué te dio por tener que limpiar todo esto?” le preguntaba Ignacio a Alan, mientras recogía los vasos y platos sucios del living. Ninguno de sus dos compañeros se esperaba que justo ese fin de semana a Alan se le ocurriera tener que limpiar el departamento. Éste hizo un gesto, señalando que era obvia la razón, apunando todo el desorden del lugar. “Contesta eso a tu pregunta” se escuchó decir a Javier desde la puerta de la cocina. Alan lo miró, se había asomado con una sonrisa en la cara, lavando un plato con la esponja, dejando casi todo el piso mojado. “Javier, el piso” le dijo. Javier miró el piso, y se devolvió a la cocina a terminar de lavar, mientras Ignacio le llevaba otro par de vasos, y un plato. Alan volvió a lo suyo, con la cabeza gacha barría el polvo acumulado durante las ultimas semanas en el departamento. Eso le recordaba los fines de semana de años antes, cuando a su madre le daba por tener que limpiar la casa de arriba abajo, y se pasaban toda la mañana en ello. Se le dibujó una pequeña sonrisa de melancolía en el rostro, mientras recogía el polvo con un pedazo de diario viejo, y lo echaba en una bolsa plástica. Entonces escuchó un golpe en su pieza, seguido de un quejido ahogado, como de alguien que no quería ser escuchado. Levantó la cabeza y miró al pasillo. Las voces de Javier e Ignacio venían de la cocina, acompañadas por carcajadas y silencios forzados, tratando de que Alan no se molestara. Él se quedó allí un segundo, de pie mirando el pasillo, a la espera de que volviese a sonar algún ruido desde su pieza. Pero nada. Tomó la escoba nuevamente, y continuó barriendo el departamento.

“No, señora, no ha habido ninguna fiesta ni nada en el edificio. Al menos no se ha reportado nada parecido en los últimos días” le insistía el conserje de la entrada. Pero ella lo ignoraba, y le volvía a decir que hace una semana la despertó la bulla de unos jóvenes. El conserje, ya casi aparentando una rutina insoportable, tomaba el cuadernillo y revisaba hoja por hoja si es que se había invitado gente a algún departamento, o si alguien más se había quejado de lo mismo, pero le insistía en que no había nada registrado en el cuaderno. Resignada, tomó su cartera, y se dirigió al ascensor, junto con un señor alto, canoso, y con barriga de cerveza. Durante la subida intercambiaron un par de palabras vacías hasta que a ella se le ocurrió preguntar: “De por casualidad, ¿usted no escuchó bulla la semana pasada, así como unos jóvenes en una fiesta o algo?”.

El caballero bajo la vista. Justo en ese momento el ascensor se detuvo en el piso en el cual él se bajaba, pero se quedó de pie deteniendo la puerta para hacer más tiempo. Fijó nuevamente la vista en la señora, y le preguntó de qué departamento venía ella. “Del 802” le respondió, intrigada. El caballero bajó nuevamente la vista, miró al pasillo, verificando que no hubiere nadie, miró a la señora a los ojos, y con un aire a Carlos Pinto que casi le causa gracia a la señora, el señor respondió a la pregunta.

“¿Así que penan en el edificio?” dijo Alan, riendo. Estaban en el living de la casa, a oscuras por el corte de luz en el sector, comiendo una pizza invitada por Javier. Ignacio habría escuchado una conversación en el pasillo cuando fue botar unas bolsas con basura. Por su naturaleza no pudo evitar poner atención a lo que decía el caballero sobre la señora que un par de años antes habría muerto de causas desconocidas, dejando a sus dos hijos solos. Nadie jamás se fijo si los niños se fueron o se los llevaron del edificio, pues de un día al otro ya no estaban en el edificio. “En cambio su madre sí se quedó en el edificio, anda saber tú por qué” concluyó Ignacio tratando de darle un aire tétrico a la historia. Alan miró de reojo a Javier, quién miraba las paredes tratando de hacerse el despistado. Luego Ignacio lanzó un fuerte grito levantando las manos hacia su compañero, haciendo que este diera un salto del susto, seguido de risas que festejaban la gracia realizada, aunque Javier era el único que no reía. “No es gracioso” decía éste, mientras sus compañeros interrumpían las risas con sorbos de cerveza. “I see dead people, mom” seguía burlándose Ignacio.

Así continuaron hasta que se terminaron la pizza, momento en que volvió la luz. “Ya hay luz, Javier, relájate” le decía Ignacio, y su compañero lo miraba con odio. Alan se levantó, y tomó las cosas para llevarlas a la cocina. “Bonne nuit, mon chérie. Commet ça va?” Escuchaba desde la cocina a Ignacio contestándole a su polola en el teléfono con un francés un poco chamullado, “Trés bien, merci”. Alan lavaba la loza en silencio. No tenía ganas de pensar mucho o de razonar lo que recién le contó Ignacio. De todas formas era absurdo que penaran en ese edificio, pues jamás habían sentido nada. “O sea, yo he estado en casas donde penan, y la sensación igual es brígida” pensaba, y recordaba tardes en casas de amigos o familiares donde la sensación del peso en los hombros provocaban más escalofríos que ganas de salir corriendo.

Como a las doce y cuarto, se fumaron un último cigarrillo, y se fueron cada uno a su habitación. Alan, sin embargo se quedo un par de minutos recogiendo el cenicero, y unos vasos. Apagó el televisor y as luces y se dirigió a su pieza, al fondo del pasillo. Al abrir la puerta, luego de un leve forcejeo, salió un olor a cigarro de menta y vela quemada desde dentro de la pieza. Intrigado, asomó la cabeza, y en medio de toda la oscuridad vio la figura de una mujer que apoyaba los codos en la ventana, y fumaba un cigarro mirando el exterior. A su lado, en el escritorio de Alan había una vela roja encendida, cuya flama bailaba al ritmo del viento que entraba por la ventana abierta. El joven abrió la puerta por completo, y con una voz tímida pero firme dijo “¿Qué hace aquí?”. La figura de la mujer comenzó a desaparecer al tiempo que se volteaba a ver quién le hablaba, y la luz de la vela se apagó repentinamente. En menos de dos segundos se esfumó la señora, la vela, y la mezcla de olores. Alan fue a paso lento hacia le ventana, donde no había ningún rastro de vela, o algo que hubiese dejado la señora. Sentía ganas de salir corriendo, y un escalofrío que era más grande.

Por primera vez en mucho tiempo le costaba concentrarse en el trabajo. El sueño y el cansancio producido por no poder dormir eran en ese momento más grandes que el terrible dolor de cabeza que le producía estar frente a esa pantalla digitando números. Se agarraba la cabeza con ambas manos, y miraba el teclado del computador. Luego los cerraba, para volverlos a abrir un par de segundos después, y volver a ver la secuencia de letras. Luego cerraba los ojos, se los restregaba con la palma de las manos, y los volvía a abrir, para después volverlos a cerrar, y a abrir, y a cerrar, y a abrir, y a cerrar…

“Te vas a terminar aprendiendo las teclas de memoria” le dijo su compañera de trabajo, sentada en el escritorio del en frente. Se despertó de un salto al escuchar esas palabras, lo que le provocó más dolor de cabeza, como si la hubiesen golpeado con un tubo de cañería, y el sonido aún le retumbara en los tímpanos. Miró a su compañera de trabajo con una sonrisa falsa, contándole de lo mal que a dormido estos últimos días, mientras se volvía a tomar la cabeza con las manos. Luego volvió la vista hacia la pantalla del computador, y con un gran esfuerzo vio que eran las cinco y cuarto de la tarde. Sin pensarlo dos veces, comenzó a guardar y apagar todo “Por lo menos es viernes” pensó. Sacó una aspirina de su cartera, y se la tomó sin agua. Se despidió de todos de un solo grito, y salió. Desafortunadamente en la calle hacía mucho calor, lo cual no le ayudaba en su dolor de cabeza. “Ni cagando espero micro” se dijo, e hizo parar un taxi. En el camino la llamó su hijo recordándole que ese día tenía una fiesta en la casa de una amiga, en Quinta Normal, y luego llamó el otro avisando que se quedaría en casa de un compañero a hacer un trabajo para el colegio. Ella colgó ambas llamadas sin darles mayor importancia, pues no tenía ganas de pensar mucho. Llegando al edificio, esquivó saludos y preguntas con tal de llegar luego a su departamento. En él, se echó en el sillón y encendió el televisor. En menos de dos segundos calló dormida en un profundo sueño, donde veía una enorme masa brillante color blanca, que poco a poco se fragmentaba en pequeñas formas y colores que revoloteaban como mariposas.

Despertó cuando el televisor ya estaba fuera del aire, pero no se fijó en ello. Levantó su cuerpo como un zombi, y lo llevó a la habitación. Se tiró en su cama como un saco de arena al suelo, pero no pudo dormir. Escuchaba el televisor chirriar en el living, y el viento chocando en la ventana cerrada. Se destapó entera, y se desvistió completamente, quedando desnuda en la cama, tratando de aplacar un poco el calor. El sonido del televisor prendido en el living le aumentaba el dolor de cabeza, y parecía que mientras más le dolía la cabeza, más calor le daba. “Ojala se apague sola esa cuestión” pensó. Se incorporó en la cama, dispuesta a ir a apagar el televisor. Antes, sacó una cajetilla de cigarros del velador, y encendió uno, junto con una velita roja que estaba ahí encima. “¿Hace cuanto que no fumo?” se dijo a si misma. Se levantó de la cama, pero ya no se escuchaba el televisor en el living. Había silencio en todo el departamento. Estaba paralizada en la puerta de la pieza con la mano en la perrilla, sin atreverse a salir a ver quién apagó el televisor. Tranquilamente se devolvió a su cama, donde se termino el cigarro, y se quedó otro par de horas tratando de quedarse dormida, pensando en si seria verdad lo que le dijo el caballero el otro día.

No le quiso contar nada a sus compañeros. No encontró que fuese algo importante, tan solo fue una imagen que desapareció de repente, no significaba nada. Quizá fue el sueño, pues estuvieron toda la mañana limpiando la casa, y luego en la tarde ese calor insoportable que no los dejó ni tomar una siesta. Además la agotadora semana, trabajos y pruebas, típico de las últimas semanas del semestre, donde la epidemia del sueño suele atacar a todas las facultades de todas las universidades. Esa noche se despertó como a las cuatro de la mañana; sentía la presión de otro cuerpo en su cama, y el olor a cigarro impregnado en la ropa, mezclado con el sudor de una mujer dormida. Pasó a la cocina a tomar un vaso con agua, asustado de saber que en su cama no había nadie más que él, que en su pieza no había nadie más que él, y que ya todo se estaba poniendo algo extraño. Cada vez se convencía de culpar más y más al sueño, al cansancio, a las ganas de ir aunque fuese un fin de semana a Copiapó a ver a sus papás que no los veía de hace… ¿un año? ¿Año y medio?

Ignacio y Javier habían salido a comprar las cosas para la semana que faltaban, y Alan se quedó sólo en el departamento, ordenando algunas cosas, y adelantando un trabajo para la semana. Luego de un rato se sirvió una taza de café, y llamó a sus papás. “Se te escucha la voz rara, ¿qué pasa?” le preguntaba su madre después de unos minutos de conversación, y posteriormente se escuchaba la voz de su padre diciendo “es un universitario, Pamela; debe estar cansado, dormido, o drogado”. Alan reía al escuchar a su madre regañando a su padre por lo que acaba de decir, y luego la tranquilizaba diciéndole que no estaba drogado, y que sólo estaba cansado, que le tocó una semana dura, y que la otra iba a estar parecida, etcétera. Su madre, no muy convencida, le dijo que lo iría a ver el siguiente fin de semana, para corroborar que todo estaba en orden. Pero Alan no escuchó a su madre cuando lo dijo; un ruido en la cocina lo distrajo de la conversación. Apuró la despedida, tomó la taza de café vacía, y la llevó a la cocina, aparentando que llevaba un poco de loza para lavar. Pero no había nada. Sólo un poco de loza sucia, el refrigerados abierto, la escoba en el suelo, y una gotera en el lava platos de la llave mal cerrada. Alan suspiró, dejó la taza, y cerró bien la llave. Tomó la loza sucia, un vaso de vidrio trizado, una taza blanca con una imagen de Valparaíso, cucharas de sopa, cuchillos de punta redonda manchados con mantequilla y paté, y unos platos de cerámica que él jamás había visto en esa casa. Se extrañó. Ninguno de los tres tenía una taza de Valparaíso, no habían ocupado cucharas de sopa esa mañana, y no habían comido paté en ninguna mañana que llevaban en ese departamento. A su espalda escuchó caerse unas hojas. Se volvió a recoger el periódico que se encontraba en el suelo, en cuya esquina superior izquierda se identificaba la fecha de hace dos años atrás.

En el living se escuchó el quejido de una señora, y Alan se apresuró a ver qué sucedía. Se asomó por el umbral de la puerta de la cocina, y sintió un horrible escalofrío al ver…

… a ese chico en la puerta de su habitación. Apenas desapareció la silueta dibujada en la puerta semiabierta con la luz del pasillo, ella lanzó el cigarro por la ventana, apagó la vela y se acostó tapada completamente. Cerraba los ojos con fuerza, apretando los parpados con la intención de dormirme lo más pronto posible, obligando a su cerebro a apagarse de una vez por todas. Tenía miedo. Tenía calor. Tapada de esa manera, le empezó a dar calor, y se le aceleraba el corazón. La cabeza le empezaba a doler como si un resorte enrollado en su cabeza tratara de estirarse lo más posible, apretándose contra las paredes de su cráneo. En menos de dos segundos el miedo fue reemplazado por un malestar terrible: su cabeza ardía, se sentía hiperventilada, y con la presión alta. En la oscuridad no veía nada, y tenía que encontrar por algún lado la condenada pastilla roja. A lo lejos escuchó caerse el cajón de su velador, y tratando de buscar las pastillas en el suelo, calló ella también. Teniendo una mano bajo el cuerpo siendo presionada con el cuerpo, buscó la pastilla con la otra, tanteando en el oscuro suelo de la pieza. Por ahí sintió la botellita, y siendo la única que tenía en el velador, la abrió, sacó una pastilla, y se la echo a la boca. Con la lengua la empujó hasta la garganta, y la tragó sin mayor dificultad.

Pasaron como mínimo unos quince minutos, que para ella fueron como tres horas, antes de que la pastilla comenzara a hacer efecto en el cuerpo. Unos veinte minutos después, ya se sentía lo suficientemente bien como para levantarse del suelo, sentarse en su cama, y prender otro cigarro. Se fumó hasta la mitad, cuando entró su hijo menor a la pieza, a preguntarle que había pasado. Como buena madre, ella le explicó que no pasaba nada, que se fuera a dormir, que todo iba a estar bien. Su hijo salió como zombi de la pieza, y ella tiró la mitad de cigarro que le quedaba por la ventana. Se acomodó en la cama, aún le dolía un poco la cabeza, y tenía el cuerpo transpirado. Pero antes de que pensara en levantarse de la cama y cambiarse ropa, la envolvió un profundo sueño, y se durmió justo cuando volvía a imaginar la silueta del chico en la puerta de su pieza.

Alan despertó como de un sueño cuando Ignacio y Javier entraron a la casa con las manos cargadas con bolsas. “No nos haría mal un poco de ayuda, Alan” dijo Ignacio cuando Javier trataba de cerrar la puerta, sin que se le cayera la bolsa donde llevaban la bandeja de huevos blancos. Alan los miró un par de segundos antes de reaccionar. Dejó la botellita con pastillas rojas encima del mueble del televisor, y ayudó a Javier con la bolsa de los huevos. Dejó la bolsa, junto con otras, encima de la mesa de la cocina, y sintió un vacío en el estomago al ver todas sus cosas de vuelta en su lugar, como si nada de lo ocurrido hubiese pasado. Se asomó al living, donde también ahí vio su televisor, con sus muebles, con sus cosas. Se tiró en el sillón un poco desconcertado, y se llevó las manos a la cara. Se sentía pálido, frío, y preocupado. “¿Te sientes bien, Alan?” le preguntó Javier, “estás pálido”. Alan asintió con la cabeza, se sentía un poco mareado, y veía a Ignacio tomando la botellita de pastillas rojas de encima del mueble del televisor. “¿Y esto?” preguntó su compañero. Alan no respondió; solo se fijó en la botella que Ignacio sostenía con la mano, y sin saber por qué fue eso lo que lo hizo sentir mejor… mucho mejor.

Esa tarde necesitaba estar sola. Mandó a sus hijos a la casa de su hermana. Se sentó en el sillón, agotada mentalmente como nunca antes. Si bien esa noche se durmió luego de un rato, no logró conciliar el sueño durante mucho rato. Al paso de unos minutos se despertó, empapada de sudor, con la garganta apretada, le costaba respirar, y tenía la visión borrosa. Se levantó algo mareada, y apoyándose en la muralla salió de su pieza, y se dirigió al baño. Se miró al espejo, sin poder distinguir su rostro entre toda la niebla que tenía en los ojos. Calló de rodillas, puso las manos a los costados del inodoro, y vomitó durante unos minutos. Ahí en el suelo, aún apoyada en el inodoro, cruzó los brazos, y apoyó su frente, cerró los ojos, y trató de respirar mejor, inhalando por la nariz, y exhalando por la boca. Volvió a despertar cuando ya se empezaban a escuchar unos pájaros cantando en los árboles de afuera, y por la ventana entraba un pequeño rayo de luz anaranjado. Tiró la cadena, se enjuagó la boca, y se lavó la cara. Ahora podía ver bien su rostro en el espejo. Caminó un poco más tranquila a su pieza, y se recostó sin taparse.

Despertó muy entrada la tarde, cuando un rayo de sol le llegó de llegó en la cara, y la despertó con un nuevo pero leve dolor de cabeza. Sus hijos jugaban en la consola que su papá les regaló un par de navidades atrás, y hacían mucho ruido entre disparos y explosiones. Sin pensarlo, les dio un poco de dinero, y les dijo que fueran a ver a su tía, y que después en la noche le explicaría por qué los mandó para allá. Cuando se fueron, se recostó en el sillón, tratando de dormir un poco, pero no lo logró. Tomó la loza que sus hijos ocuparon de su desayuno improvisado, y las llevó a la cocina. Dejó los platos, los cuchillos y las cucharas en el lavaplatos, y el paté y la mantequilla en el refrigerador. Se preparó un café, y fue a abrir la puerta luego de escuchar el timbre. “Su periódico” le dijo el conserje con una amigable sonrisa. Ella le devolvió la sonrisa, y se entró, dejando el periódico en la mesa de la cocina. Aún le dolía la cabeza, así que no quiso encender el televisor. Miró hacia la ventana, luego hacia su taza de Valparaíso, y tomó un sorbo del café. El líquido en la garganta le quemó como si se rascara con un ají, y el sabor la asqueó y le revolvió el estómago. Corrió a la cocina, botó todo el café de la taza por el lavaplatos. Sacó un vaso, y se sirvió un poco de agua, para enjuagarse la boca, pero repentinamente le volvió el dolor de cabeza, como si se la partiesen con un hacha. Escuchó el vaso caer en el lavaplatos cuando lo soltó para llevarse las manos a la cabeza, pero el dolor se hacía cada vez más fuerte.

Tenía que llegar de alguna forma a su pieza, y tomar una pastilla de las que tenía en el velador. Pero el dolor la mareaba, y la vista se le empezaba borrar nuevamente. En el camino tropezaba con la escoba, con el refrigerador, al cual le abrió la puerta al resbalar con el suelo húmedo. A gatas se dirigió a la mesa de la cocina, y trató de levantarse, pero al apoyar la mano, volvió a resbalar con el periódico que calló al suelo. Ahora caminaba a gatas, llegaba hasta el living, y sentía que el estómago se le retorcía, haciéndola vomitar nuevamente. Gritaba. Abría los ojos, buscaba el camino hacía el pasillo entre toda la niebla que se ponía en sus ojos, pero no lograba divisar nada. Volvía a vomitar, el dolor de cabeza la mareaba cada vez más, y ya se empezaba a ahogar, y el corazón le latía a toda velocidad. De pronto entre la niebla, distinguió la silueta del chico que la otra noche estaba en la puerta de su pieza. Lograba ver que se encontraba de pie, observándola, pero sin descifrar su actitud. Sólo sabía que la observaba, la miraba, Alan la miraba asustado, pero ya no por tener frente a él a la mujer que supuestamente penaba en su departamento, sino por que no sabía que hacer, viendo a la mujer fallecer frente a sus ojos. Tenía una mano apoyada en el umbral de la puerta, y la otra en el pecho, sintiendo como se aceleraba su corazón mientras el miedo lo empapaba de escalofrío.

Cada tanto, la señora abría los ojos, y Alan se sorprendía al ver lo desorbitados que estaban sus ojos. “Las… pastillas… por favor…” musitaba la señora entre quejidos. Pero Alan estaba congelado, y le temblaban las rodillas. “¡Las pastillas! ¡Tráeme las putas pastillas, mierda!” le gritó la señora llevándose las manos al estomago luego de vomitar nuevamente. Alan reaccionó, “¿Dónde están?”. La señora le indicó que estaban en el cajón del velador al lado de su cama, en la pieza de al fondo. Alan se apresuró corriendo a pasos alargados, hasta llegar a la pieza de la señora al fondo del pasillo, saltó por encima de la cama, y abrió el cajón. Sentía correr la gota de sudor por la sien buscando las condenadas pastillas, sin tener éxito. De pronto se fijó en la botella blanca de etiqueta roja que estaba en el suelo. La tomó con una mano, pasó otra vez por encima de la cama, y corrió al living.

Pero ese par de minutos fueron como horas para la señora, que cada vez veía más borroso, cada vez respiraba menos, y cada vez sentía su corazón latir más y más fuerte. Hasta que de un segundo a otro, el dolor de cabeza desapareció, el estomago detuvo sus revoltijos internos, la visión se volvió negra, el corazón cesó sus latidos, la respiración no funcionó más…

Alan vio como la señora se desplomaba en el suelo del living, dejando de vivir definitivamente. Sintió compasión. Se le acercó con la botella de las pastillas en la mano, y con la otra le quitó el pelo de la cara a la señora. “Es todo” pensó. Se incorporó lentamente, y volvió a quedar de pie junto al umbral de la puerta de la cocina. Observó ese living con muebles que no eran suyos, que no eran de su departamento, sino de la señora de cuya muerte acaba de ser testigo. Lentamente algo le empezó a hacer presión en la cabeza, le empezaba a doler, y empezaba a sentir un calor en la espalda. Cerró los ojos, y apretó la botella con las condenadas pastillas en su mano, hasta que escuchó el timbre, y las voces de sus compañeros del departamento.