viernes, 8 de julio de 2011

Testigo

Dejó las llaves encima de la mesita de centro, y se sentó en el sillón de cuero negro frente al televisor. Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, y cerró los ojos, descansándolos de un día agotador en la universidad. Alzó la cabeza, y vio el desorden en el departamento: hojas, libros y lápices tirados por el suelo; papeles arrugados sobresaliendo del basurero; el escritorio oculto bajo libros, hojas y cuadernos; vasos y platos sucios repartidos por la biblioteca y la mesita de centro. Con la luz apagada se veía como un desastre apocalíptico ocurrido en ese puro lugar. “Llevamos tres semanas aquí, y ya tenemos todo desordenado” pensó. Sonrió y volvió a apoyar la cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos. Durmió un par de minutos, viendo luces y formas de colores moverse en un espacio negro, y parecía que cada vez las formas y luces se movían más rápido. Despertó cuando ya todo se había transformado en una enorme masa blanca luminosa. El televisor estaba prendido, pero el canal estaba fuera de aire.

“Debieron dejarla programada los chiquillos”. Se levantó del sillón y apagó el televisor. Luego se dirigió a su habitación, esquivando los lápices y cuadernos repartidos en el camino. Aprovecharía el día siguiente, que era fin de semana, para decirle a sus compañeros que limpien el departamento. Pasó por el pasillo, que parecía ser el único lugar ordenado de ese departamento, y llegó a la pieza de al fondo. Se quitó las zapatillas, y se acostó tal cual en su cama. Se quedó dormido de inmediato, y volvió a soñar con las formas y luces de colores.

Despertó de un salto al sentir el viento en su espalda. Ella jamás dormía con la ventana abierta, por lo mismo, el viento helado en la espalda la desesperaba. Se levantó y cerró la ventana. Ya despierta escuchó bulla proveniente de algún lugar, quizá del mismo edificio, pero no lograba saber de donde venía específicamente. “Siempre llegan universitarios por acá, y no se callan en toda la noche” se dijo con molestia. Salió de la habitación y se dirigió a la cocina. Tomó un poco de agua en un vaso, y se llevó las manos a la cara. Le comenzaba a doler la cabeza, una jaqueca estúpida que siempre le daba cuando se despertaba repentinamente en las noches que hacía mucho frío. Alegaba de que hiciese tanto frío una noche de febrero, mientras buscaba en la biblioteca alguna pastilla para la jaqueca, o para poder dormir. Nuevamente en la cocina, miraba el reloj al tiempo que se tomaba la pastilla. “Tres horas más, y me levanto al trabajo… que lata” se dijo al ver las manillas del reloj marcando cinco para las tres de la mañana.

Se asomó a la pieza de sus hijos antes de ir a dormir, para asegurarse de que estuviesen durmiendo bien a pesar de la bulla que hacían los jóvenes en algún lugar del edificio. Al ver que cada uno dormía perfectamente bien en sus respectivas habitaciones, se dirigió a la suya. Pero no se le quitó el dolor de cabeza con la pastilla. Se quedó despierta hasta que dio la hora en que sonó la alarma de su teléfono en el velador a un costado de la ama. El dolor no se le quitó sino hasta que se tomó un café en su oficina. “Quizá fue el frío de anoche” se dijo. Pero luego le pareció extraño escuchar a sus compañeros de trabajo hablando del calor insoportable de la noche anterior, y que varios de ellos no pudieron dormir por lo mismo.

“¿Por qué te dio por tener que limpiar todo esto?” le preguntaba Ignacio a Alan, mientras recogía los vasos y platos sucios del living. Ninguno de sus dos compañeros se esperaba que justo ese fin de semana a Alan se le ocurriera tener que limpiar el departamento. Éste hizo un gesto, señalando que era obvia la razón, apunando todo el desorden del lugar. “Contesta eso a tu pregunta” se escuchó decir a Javier desde la puerta de la cocina. Alan lo miró, se había asomado con una sonrisa en la cara, lavando un plato con la esponja, dejando casi todo el piso mojado. “Javier, el piso” le dijo. Javier miró el piso, y se devolvió a la cocina a terminar de lavar, mientras Ignacio le llevaba otro par de vasos, y un plato. Alan volvió a lo suyo, con la cabeza gacha barría el polvo acumulado durante las ultimas semanas en el departamento. Eso le recordaba los fines de semana de años antes, cuando a su madre le daba por tener que limpiar la casa de arriba abajo, y se pasaban toda la mañana en ello. Se le dibujó una pequeña sonrisa de melancolía en el rostro, mientras recogía el polvo con un pedazo de diario viejo, y lo echaba en una bolsa plástica. Entonces escuchó un golpe en su pieza, seguido de un quejido ahogado, como de alguien que no quería ser escuchado. Levantó la cabeza y miró al pasillo. Las voces de Javier e Ignacio venían de la cocina, acompañadas por carcajadas y silencios forzados, tratando de que Alan no se molestara. Él se quedó allí un segundo, de pie mirando el pasillo, a la espera de que volviese a sonar algún ruido desde su pieza. Pero nada. Tomó la escoba nuevamente, y continuó barriendo el departamento.

“No, señora, no ha habido ninguna fiesta ni nada en el edificio. Al menos no se ha reportado nada parecido en los últimos días” le insistía el conserje de la entrada. Pero ella lo ignoraba, y le volvía a decir que hace una semana la despertó la bulla de unos jóvenes. El conserje, ya casi aparentando una rutina insoportable, tomaba el cuadernillo y revisaba hoja por hoja si es que se había invitado gente a algún departamento, o si alguien más se había quejado de lo mismo, pero le insistía en que no había nada registrado en el cuaderno. Resignada, tomó su cartera, y se dirigió al ascensor, junto con un señor alto, canoso, y con barriga de cerveza. Durante la subida intercambiaron un par de palabras vacías hasta que a ella se le ocurrió preguntar: “De por casualidad, ¿usted no escuchó bulla la semana pasada, así como unos jóvenes en una fiesta o algo?”.

El caballero bajo la vista. Justo en ese momento el ascensor se detuvo en el piso en el cual él se bajaba, pero se quedó de pie deteniendo la puerta para hacer más tiempo. Fijó nuevamente la vista en la señora, y le preguntó de qué departamento venía ella. “Del 802” le respondió, intrigada. El caballero bajó nuevamente la vista, miró al pasillo, verificando que no hubiere nadie, miró a la señora a los ojos, y con un aire a Carlos Pinto que casi le causa gracia a la señora, el señor respondió a la pregunta.

“¿Así que penan en el edificio?” dijo Alan, riendo. Estaban en el living de la casa, a oscuras por el corte de luz en el sector, comiendo una pizza invitada por Javier. Ignacio habría escuchado una conversación en el pasillo cuando fue botar unas bolsas con basura. Por su naturaleza no pudo evitar poner atención a lo que decía el caballero sobre la señora que un par de años antes habría muerto de causas desconocidas, dejando a sus dos hijos solos. Nadie jamás se fijo si los niños se fueron o se los llevaron del edificio, pues de un día al otro ya no estaban en el edificio. “En cambio su madre sí se quedó en el edificio, anda saber tú por qué” concluyó Ignacio tratando de darle un aire tétrico a la historia. Alan miró de reojo a Javier, quién miraba las paredes tratando de hacerse el despistado. Luego Ignacio lanzó un fuerte grito levantando las manos hacia su compañero, haciendo que este diera un salto del susto, seguido de risas que festejaban la gracia realizada, aunque Javier era el único que no reía. “No es gracioso” decía éste, mientras sus compañeros interrumpían las risas con sorbos de cerveza. “I see dead people, mom” seguía burlándose Ignacio.

Así continuaron hasta que se terminaron la pizza, momento en que volvió la luz. “Ya hay luz, Javier, relájate” le decía Ignacio, y su compañero lo miraba con odio. Alan se levantó, y tomó las cosas para llevarlas a la cocina. “Bonne nuit, mon chérie. Commet ça va?” Escuchaba desde la cocina a Ignacio contestándole a su polola en el teléfono con un francés un poco chamullado, “Trés bien, merci”. Alan lavaba la loza en silencio. No tenía ganas de pensar mucho o de razonar lo que recién le contó Ignacio. De todas formas era absurdo que penaran en ese edificio, pues jamás habían sentido nada. “O sea, yo he estado en casas donde penan, y la sensación igual es brígida” pensaba, y recordaba tardes en casas de amigos o familiares donde la sensación del peso en los hombros provocaban más escalofríos que ganas de salir corriendo.

Como a las doce y cuarto, se fumaron un último cigarrillo, y se fueron cada uno a su habitación. Alan, sin embargo se quedo un par de minutos recogiendo el cenicero, y unos vasos. Apagó el televisor y as luces y se dirigió a su pieza, al fondo del pasillo. Al abrir la puerta, luego de un leve forcejeo, salió un olor a cigarro de menta y vela quemada desde dentro de la pieza. Intrigado, asomó la cabeza, y en medio de toda la oscuridad vio la figura de una mujer que apoyaba los codos en la ventana, y fumaba un cigarro mirando el exterior. A su lado, en el escritorio de Alan había una vela roja encendida, cuya flama bailaba al ritmo del viento que entraba por la ventana abierta. El joven abrió la puerta por completo, y con una voz tímida pero firme dijo “¿Qué hace aquí?”. La figura de la mujer comenzó a desaparecer al tiempo que se volteaba a ver quién le hablaba, y la luz de la vela se apagó repentinamente. En menos de dos segundos se esfumó la señora, la vela, y la mezcla de olores. Alan fue a paso lento hacia le ventana, donde no había ningún rastro de vela, o algo que hubiese dejado la señora. Sentía ganas de salir corriendo, y un escalofrío que era más grande.

Por primera vez en mucho tiempo le costaba concentrarse en el trabajo. El sueño y el cansancio producido por no poder dormir eran en ese momento más grandes que el terrible dolor de cabeza que le producía estar frente a esa pantalla digitando números. Se agarraba la cabeza con ambas manos, y miraba el teclado del computador. Luego los cerraba, para volverlos a abrir un par de segundos después, y volver a ver la secuencia de letras. Luego cerraba los ojos, se los restregaba con la palma de las manos, y los volvía a abrir, para después volverlos a cerrar, y a abrir, y a cerrar, y a abrir, y a cerrar…

“Te vas a terminar aprendiendo las teclas de memoria” le dijo su compañera de trabajo, sentada en el escritorio del en frente. Se despertó de un salto al escuchar esas palabras, lo que le provocó más dolor de cabeza, como si la hubiesen golpeado con un tubo de cañería, y el sonido aún le retumbara en los tímpanos. Miró a su compañera de trabajo con una sonrisa falsa, contándole de lo mal que a dormido estos últimos días, mientras se volvía a tomar la cabeza con las manos. Luego volvió la vista hacia la pantalla del computador, y con un gran esfuerzo vio que eran las cinco y cuarto de la tarde. Sin pensarlo dos veces, comenzó a guardar y apagar todo “Por lo menos es viernes” pensó. Sacó una aspirina de su cartera, y se la tomó sin agua. Se despidió de todos de un solo grito, y salió. Desafortunadamente en la calle hacía mucho calor, lo cual no le ayudaba en su dolor de cabeza. “Ni cagando espero micro” se dijo, e hizo parar un taxi. En el camino la llamó su hijo recordándole que ese día tenía una fiesta en la casa de una amiga, en Quinta Normal, y luego llamó el otro avisando que se quedaría en casa de un compañero a hacer un trabajo para el colegio. Ella colgó ambas llamadas sin darles mayor importancia, pues no tenía ganas de pensar mucho. Llegando al edificio, esquivó saludos y preguntas con tal de llegar luego a su departamento. En él, se echó en el sillón y encendió el televisor. En menos de dos segundos calló dormida en un profundo sueño, donde veía una enorme masa brillante color blanca, que poco a poco se fragmentaba en pequeñas formas y colores que revoloteaban como mariposas.

Despertó cuando el televisor ya estaba fuera del aire, pero no se fijó en ello. Levantó su cuerpo como un zombi, y lo llevó a la habitación. Se tiró en su cama como un saco de arena al suelo, pero no pudo dormir. Escuchaba el televisor chirriar en el living, y el viento chocando en la ventana cerrada. Se destapó entera, y se desvistió completamente, quedando desnuda en la cama, tratando de aplacar un poco el calor. El sonido del televisor prendido en el living le aumentaba el dolor de cabeza, y parecía que mientras más le dolía la cabeza, más calor le daba. “Ojala se apague sola esa cuestión” pensó. Se incorporó en la cama, dispuesta a ir a apagar el televisor. Antes, sacó una cajetilla de cigarros del velador, y encendió uno, junto con una velita roja que estaba ahí encima. “¿Hace cuanto que no fumo?” se dijo a si misma. Se levantó de la cama, pero ya no se escuchaba el televisor en el living. Había silencio en todo el departamento. Estaba paralizada en la puerta de la pieza con la mano en la perrilla, sin atreverse a salir a ver quién apagó el televisor. Tranquilamente se devolvió a su cama, donde se termino el cigarro, y se quedó otro par de horas tratando de quedarse dormida, pensando en si seria verdad lo que le dijo el caballero el otro día.

No le quiso contar nada a sus compañeros. No encontró que fuese algo importante, tan solo fue una imagen que desapareció de repente, no significaba nada. Quizá fue el sueño, pues estuvieron toda la mañana limpiando la casa, y luego en la tarde ese calor insoportable que no los dejó ni tomar una siesta. Además la agotadora semana, trabajos y pruebas, típico de las últimas semanas del semestre, donde la epidemia del sueño suele atacar a todas las facultades de todas las universidades. Esa noche se despertó como a las cuatro de la mañana; sentía la presión de otro cuerpo en su cama, y el olor a cigarro impregnado en la ropa, mezclado con el sudor de una mujer dormida. Pasó a la cocina a tomar un vaso con agua, asustado de saber que en su cama no había nadie más que él, que en su pieza no había nadie más que él, y que ya todo se estaba poniendo algo extraño. Cada vez se convencía de culpar más y más al sueño, al cansancio, a las ganas de ir aunque fuese un fin de semana a Copiapó a ver a sus papás que no los veía de hace… ¿un año? ¿Año y medio?

Ignacio y Javier habían salido a comprar las cosas para la semana que faltaban, y Alan se quedó sólo en el departamento, ordenando algunas cosas, y adelantando un trabajo para la semana. Luego de un rato se sirvió una taza de café, y llamó a sus papás. “Se te escucha la voz rara, ¿qué pasa?” le preguntaba su madre después de unos minutos de conversación, y posteriormente se escuchaba la voz de su padre diciendo “es un universitario, Pamela; debe estar cansado, dormido, o drogado”. Alan reía al escuchar a su madre regañando a su padre por lo que acaba de decir, y luego la tranquilizaba diciéndole que no estaba drogado, y que sólo estaba cansado, que le tocó una semana dura, y que la otra iba a estar parecida, etcétera. Su madre, no muy convencida, le dijo que lo iría a ver el siguiente fin de semana, para corroborar que todo estaba en orden. Pero Alan no escuchó a su madre cuando lo dijo; un ruido en la cocina lo distrajo de la conversación. Apuró la despedida, tomó la taza de café vacía, y la llevó a la cocina, aparentando que llevaba un poco de loza para lavar. Pero no había nada. Sólo un poco de loza sucia, el refrigerados abierto, la escoba en el suelo, y una gotera en el lava platos de la llave mal cerrada. Alan suspiró, dejó la taza, y cerró bien la llave. Tomó la loza sucia, un vaso de vidrio trizado, una taza blanca con una imagen de Valparaíso, cucharas de sopa, cuchillos de punta redonda manchados con mantequilla y paté, y unos platos de cerámica que él jamás había visto en esa casa. Se extrañó. Ninguno de los tres tenía una taza de Valparaíso, no habían ocupado cucharas de sopa esa mañana, y no habían comido paté en ninguna mañana que llevaban en ese departamento. A su espalda escuchó caerse unas hojas. Se volvió a recoger el periódico que se encontraba en el suelo, en cuya esquina superior izquierda se identificaba la fecha de hace dos años atrás.

En el living se escuchó el quejido de una señora, y Alan se apresuró a ver qué sucedía. Se asomó por el umbral de la puerta de la cocina, y sintió un horrible escalofrío al ver…

… a ese chico en la puerta de su habitación. Apenas desapareció la silueta dibujada en la puerta semiabierta con la luz del pasillo, ella lanzó el cigarro por la ventana, apagó la vela y se acostó tapada completamente. Cerraba los ojos con fuerza, apretando los parpados con la intención de dormirme lo más pronto posible, obligando a su cerebro a apagarse de una vez por todas. Tenía miedo. Tenía calor. Tapada de esa manera, le empezó a dar calor, y se le aceleraba el corazón. La cabeza le empezaba a doler como si un resorte enrollado en su cabeza tratara de estirarse lo más posible, apretándose contra las paredes de su cráneo. En menos de dos segundos el miedo fue reemplazado por un malestar terrible: su cabeza ardía, se sentía hiperventilada, y con la presión alta. En la oscuridad no veía nada, y tenía que encontrar por algún lado la condenada pastilla roja. A lo lejos escuchó caerse el cajón de su velador, y tratando de buscar las pastillas en el suelo, calló ella también. Teniendo una mano bajo el cuerpo siendo presionada con el cuerpo, buscó la pastilla con la otra, tanteando en el oscuro suelo de la pieza. Por ahí sintió la botellita, y siendo la única que tenía en el velador, la abrió, sacó una pastilla, y se la echo a la boca. Con la lengua la empujó hasta la garganta, y la tragó sin mayor dificultad.

Pasaron como mínimo unos quince minutos, que para ella fueron como tres horas, antes de que la pastilla comenzara a hacer efecto en el cuerpo. Unos veinte minutos después, ya se sentía lo suficientemente bien como para levantarse del suelo, sentarse en su cama, y prender otro cigarro. Se fumó hasta la mitad, cuando entró su hijo menor a la pieza, a preguntarle que había pasado. Como buena madre, ella le explicó que no pasaba nada, que se fuera a dormir, que todo iba a estar bien. Su hijo salió como zombi de la pieza, y ella tiró la mitad de cigarro que le quedaba por la ventana. Se acomodó en la cama, aún le dolía un poco la cabeza, y tenía el cuerpo transpirado. Pero antes de que pensara en levantarse de la cama y cambiarse ropa, la envolvió un profundo sueño, y se durmió justo cuando volvía a imaginar la silueta del chico en la puerta de su pieza.

Alan despertó como de un sueño cuando Ignacio y Javier entraron a la casa con las manos cargadas con bolsas. “No nos haría mal un poco de ayuda, Alan” dijo Ignacio cuando Javier trataba de cerrar la puerta, sin que se le cayera la bolsa donde llevaban la bandeja de huevos blancos. Alan los miró un par de segundos antes de reaccionar. Dejó la botellita con pastillas rojas encima del mueble del televisor, y ayudó a Javier con la bolsa de los huevos. Dejó la bolsa, junto con otras, encima de la mesa de la cocina, y sintió un vacío en el estomago al ver todas sus cosas de vuelta en su lugar, como si nada de lo ocurrido hubiese pasado. Se asomó al living, donde también ahí vio su televisor, con sus muebles, con sus cosas. Se tiró en el sillón un poco desconcertado, y se llevó las manos a la cara. Se sentía pálido, frío, y preocupado. “¿Te sientes bien, Alan?” le preguntó Javier, “estás pálido”. Alan asintió con la cabeza, se sentía un poco mareado, y veía a Ignacio tomando la botellita de pastillas rojas de encima del mueble del televisor. “¿Y esto?” preguntó su compañero. Alan no respondió; solo se fijó en la botella que Ignacio sostenía con la mano, y sin saber por qué fue eso lo que lo hizo sentir mejor… mucho mejor.

Esa tarde necesitaba estar sola. Mandó a sus hijos a la casa de su hermana. Se sentó en el sillón, agotada mentalmente como nunca antes. Si bien esa noche se durmió luego de un rato, no logró conciliar el sueño durante mucho rato. Al paso de unos minutos se despertó, empapada de sudor, con la garganta apretada, le costaba respirar, y tenía la visión borrosa. Se levantó algo mareada, y apoyándose en la muralla salió de su pieza, y se dirigió al baño. Se miró al espejo, sin poder distinguir su rostro entre toda la niebla que tenía en los ojos. Calló de rodillas, puso las manos a los costados del inodoro, y vomitó durante unos minutos. Ahí en el suelo, aún apoyada en el inodoro, cruzó los brazos, y apoyó su frente, cerró los ojos, y trató de respirar mejor, inhalando por la nariz, y exhalando por la boca. Volvió a despertar cuando ya se empezaban a escuchar unos pájaros cantando en los árboles de afuera, y por la ventana entraba un pequeño rayo de luz anaranjado. Tiró la cadena, se enjuagó la boca, y se lavó la cara. Ahora podía ver bien su rostro en el espejo. Caminó un poco más tranquila a su pieza, y se recostó sin taparse.

Despertó muy entrada la tarde, cuando un rayo de sol le llegó de llegó en la cara, y la despertó con un nuevo pero leve dolor de cabeza. Sus hijos jugaban en la consola que su papá les regaló un par de navidades atrás, y hacían mucho ruido entre disparos y explosiones. Sin pensarlo, les dio un poco de dinero, y les dijo que fueran a ver a su tía, y que después en la noche le explicaría por qué los mandó para allá. Cuando se fueron, se recostó en el sillón, tratando de dormir un poco, pero no lo logró. Tomó la loza que sus hijos ocuparon de su desayuno improvisado, y las llevó a la cocina. Dejó los platos, los cuchillos y las cucharas en el lavaplatos, y el paté y la mantequilla en el refrigerador. Se preparó un café, y fue a abrir la puerta luego de escuchar el timbre. “Su periódico” le dijo el conserje con una amigable sonrisa. Ella le devolvió la sonrisa, y se entró, dejando el periódico en la mesa de la cocina. Aún le dolía la cabeza, así que no quiso encender el televisor. Miró hacia la ventana, luego hacia su taza de Valparaíso, y tomó un sorbo del café. El líquido en la garganta le quemó como si se rascara con un ají, y el sabor la asqueó y le revolvió el estómago. Corrió a la cocina, botó todo el café de la taza por el lavaplatos. Sacó un vaso, y se sirvió un poco de agua, para enjuagarse la boca, pero repentinamente le volvió el dolor de cabeza, como si se la partiesen con un hacha. Escuchó el vaso caer en el lavaplatos cuando lo soltó para llevarse las manos a la cabeza, pero el dolor se hacía cada vez más fuerte.

Tenía que llegar de alguna forma a su pieza, y tomar una pastilla de las que tenía en el velador. Pero el dolor la mareaba, y la vista se le empezaba borrar nuevamente. En el camino tropezaba con la escoba, con el refrigerador, al cual le abrió la puerta al resbalar con el suelo húmedo. A gatas se dirigió a la mesa de la cocina, y trató de levantarse, pero al apoyar la mano, volvió a resbalar con el periódico que calló al suelo. Ahora caminaba a gatas, llegaba hasta el living, y sentía que el estómago se le retorcía, haciéndola vomitar nuevamente. Gritaba. Abría los ojos, buscaba el camino hacía el pasillo entre toda la niebla que se ponía en sus ojos, pero no lograba divisar nada. Volvía a vomitar, el dolor de cabeza la mareaba cada vez más, y ya se empezaba a ahogar, y el corazón le latía a toda velocidad. De pronto entre la niebla, distinguió la silueta del chico que la otra noche estaba en la puerta de su pieza. Lograba ver que se encontraba de pie, observándola, pero sin descifrar su actitud. Sólo sabía que la observaba, la miraba, Alan la miraba asustado, pero ya no por tener frente a él a la mujer que supuestamente penaba en su departamento, sino por que no sabía que hacer, viendo a la mujer fallecer frente a sus ojos. Tenía una mano apoyada en el umbral de la puerta, y la otra en el pecho, sintiendo como se aceleraba su corazón mientras el miedo lo empapaba de escalofrío.

Cada tanto, la señora abría los ojos, y Alan se sorprendía al ver lo desorbitados que estaban sus ojos. “Las… pastillas… por favor…” musitaba la señora entre quejidos. Pero Alan estaba congelado, y le temblaban las rodillas. “¡Las pastillas! ¡Tráeme las putas pastillas, mierda!” le gritó la señora llevándose las manos al estomago luego de vomitar nuevamente. Alan reaccionó, “¿Dónde están?”. La señora le indicó que estaban en el cajón del velador al lado de su cama, en la pieza de al fondo. Alan se apresuró corriendo a pasos alargados, hasta llegar a la pieza de la señora al fondo del pasillo, saltó por encima de la cama, y abrió el cajón. Sentía correr la gota de sudor por la sien buscando las condenadas pastillas, sin tener éxito. De pronto se fijó en la botella blanca de etiqueta roja que estaba en el suelo. La tomó con una mano, pasó otra vez por encima de la cama, y corrió al living.

Pero ese par de minutos fueron como horas para la señora, que cada vez veía más borroso, cada vez respiraba menos, y cada vez sentía su corazón latir más y más fuerte. Hasta que de un segundo a otro, el dolor de cabeza desapareció, el estomago detuvo sus revoltijos internos, la visión se volvió negra, el corazón cesó sus latidos, la respiración no funcionó más…

Alan vio como la señora se desplomaba en el suelo del living, dejando de vivir definitivamente. Sintió compasión. Se le acercó con la botella de las pastillas en la mano, y con la otra le quitó el pelo de la cara a la señora. “Es todo” pensó. Se incorporó lentamente, y volvió a quedar de pie junto al umbral de la puerta de la cocina. Observó ese living con muebles que no eran suyos, que no eran de su departamento, sino de la señora de cuya muerte acaba de ser testigo. Lentamente algo le empezó a hacer presión en la cabeza, le empezaba a doler, y empezaba a sentir un calor en la espalda. Cerró los ojos, y apretó la botella con las condenadas pastillas en su mano, hasta que escuchó el timbre, y las voces de sus compañeros del departamento.