viernes, 28 de diciembre de 2012

Curioso y más (o menos) curioso

A veces simplemente, y es solo una opinión bastante poco experta, da lo mismo si la historia es buena, o mala, sino que el brillo está en la pequeña chispa que se le de al contarla. Si me preguntan por un ejemplo, uno claro es, por supuesto, el chiste. Me ha pasado que el viejo de la botilleria, mientras anota el precio de una Coca-cola litro y medio más un Lucky Click en una boleta color... amarillo, me cuenta un chiste, de esos para después de las diez de la noche, aunque sean las dos de la tarde, y resulta que uno se ríe de su chiste, pero si lo cuento yo, no... el chiste es fome, aunque lo cuente después de las diez de la noche, a no ser, claro, que hayan un par de cervezas bebidas sobre la mesa, pero aún así a veces la cosa no resulta. Pero ese no es el punto, no quiero hablarles del chiste del viejo. 

Resulta que vi una noticia... bueno no la vi, la escuché, y ni siquiera de la radio, sino que me la contaron. Y me pareció curiosa. Entonces la quise contar. Pero cómo, cómo darme el ingenio de un cuento que en si no parece algo nuevo, pero que si lo es, en parte, digo, es curioso. Entonces dije, hablemos con Kafka en un paseo hasta el noveno círculo de su casa, y pongamosle J. No es por mi, solo que pensé en ponerle J. por que si. Pero luego de leer a tipos como G.R. que ocupa a su personaje G. en ciertos cuentos que no son muy buenos, uno piensa que K. acabó el proceso y finalmente murió. Así que J. no es el nombre. Así que le llamaremos Benjamín González, hombre promedio con trabajo digno, tres hijas, y una esposa. Para terminar el prototipo, casa en Ñuñoa, y un perro. ¿Raza? No me pregunten la raza, por favor, es un cuento, no una radiografía a la casa del tipo. 

Bueno, ¿en qué estaba? Ah claro, Benjamín González. La historia en si no tiene nada fantástico. Digo, es un hombre (promedio, hijas, esposa, perro, trabajo, come, caga, coge... ) que terminó en la cárcel. "Oh, gracias, nos has proporcionado la historia del siglo. No sé como aún no te ganas el Nobel". Eso estuvo horrible, aún no empiezo ni a contar la trama, y ya saben el final. Pésimo... pésimo, pésimo. Entonces hagamos otra cosa: está este otro tipo. Como nunca supe como se llamaba, le daremos un nombre tipo Julian San Martín. Él vive acá, un departamento pequeño, si se fijan. Es de hecho, y ahora que lo veo, bastante pequeño, es decir, miren esa cocina... ¿qué haces ahí?, una cebolla te ocupa todo el lugar, y no tienes donde dejar los platos. Pero eso no es lo importante; miren un poco a la derecha de Julian ahí sentado en un sofá viejo, que quizá alguna vez fue verde. Es una hermosa biblioteca, repleta de libros, de literatura, historia, ciencia, ensayos, política, y toda esa maraña de basura que le gusta a los intelectuales que terminaron siendo profesores. Ahora, les digo, no me pregunten si Julian San Martín era profesor, no lo sé. Nunca lo supe, y es solo que necesito un nexo en todo esto. 

El punto es que tenemos a este hombre, Julian San Martín sentado en el living-comedor-cocina-pieza (y afortunadamente -no baño), en un sillon de terciopelo verde. No, mala técnica, mala técnica. Digamos en un sillón, así, simple, negro, de cuero, con los cojines rotos  rasgados por el tiempo, como los tendría cualquier persona con poco dinero, y poco tiempo. Ahí está, sentado, leyendo. Está leyendo "Algo" escrito por Alguien en el año quiénsabe. Aquí es cuando yo debo poner manos a la obra, o las manos en la masa, o la mano en el lápiz sobre el papel. A quién miento: gente, yo no escribo en un papel; como el común de los mortales escribo en un computador. Pero Julian San Martín no escribe, lee. Lee concentrado, en su mundo en una primera escena de un película. Imaginemos, la cámara en una sola toma pasa por la cocina llena de platos sin lavar, sube  un poco para mostrar un par de cuadros pintados por, digamos, Matta, un par de diplomas, y una curiosa foto de él con un curso 4to. Medio del colegio... de un colegio. Caro, para que la cosa... no, un colegio tipo "hola, nosotros recibimos gente de todas las clases sociales, por que somos buenos samaritanos". Un colegio católico, eso, es una buena idea. Bueno, la cámara sigue el movimiento hacía la derecha... no, izquierda, a la derecha nos devolvemos a la cocina, y la cosa no avanza. Podría dar lo mismo, si lo vemos con un poco de frialdad, pero digamos que la cosa avanza hacía allá. Luego de los cuadros, diplomas, y la foto, está esta biblioteca, de madera barnizada, hermosa, llena de libros. Entonces baja un poco y nos muestran a Julian San Martín leyendo. Es una escena tipo "había una vez un tipo llamado Julian San Martín. Él era un profesor como cualquiera, que trabajaba en un colegio de buena paga, y parecía que nada lo molestaría en su vida... hasta que policía salvaje aparece por la puerta, ¡bang! ¡bang! ¡prende el caos, y Julian saca un arma de debajo de los cojines! Empieza una balacera, ¡oh! un policía cae herido, ¡oh! hieren a Julian, ¡está herido! ¡está herido...!", pero contarlo así sería horrible. 

De hecho lo hice mal, me adelanté, y dije algo que en verdad no fue. Bueno, nadie me dijo que lo contara como se debía, pero me siento con el deber de contar las cosas bien, sin esa cosa de la película de drama policial estadounidense. Les cuento, entonces que Julian San Martín leía tranquilamente "Algo", cuando tocaron a la puerta. "Oh, quién podrá ser a estas horas de la noche"... esperen, ¿dije que era de noche? No, claro, no lo hice. Bueno, esa noche Julian San Martín leía "Algo", cuando tocaron a la puerta (toc! toc! toc!). "Oh, quién podrá ser a estas horas de la noche", podría haber pensado nuestro querido protagonista. Deja el libro en las braceras del sillón, y se acerca a la puerta, y mira por ese agujerito, este como se llame... mirilla, u ojo de algo le dicen a veces. Mira por la mirilla (?) y ve a un grupo de tres o cuatro carabineros... no, carabineros es muy local. Hagamos algo, no vamos a especificar donde ocurre todo esto, ¿vale? Bueno, ve a un grupo de tres o cuatro policías uniformados esperando a que abra. Esta parte obviamente ya se tornó aburrida, ustedes ya sabían que llegaría un grupo de policías... posiblemente ya saben por que están ahí, esto pocas veces es... cómo decirlo, novedoso. Llega un grupo de policías, el tipo les abre y oh, sorpresa, ha sido acusado injustamente por un crimen de asesinato que en realidad él no cometió. Se desenvuelve la trama, el tipo hace su coartada, tiene que correr, etc., etc. Pero bueno, no fue tan así, pues resulta que Julian San Martín abre la puerta, mira a este señor policía, quien a su vez lo mira con una libretita en las manos. Luego de ojearla un poco, le dice:
- ¿Es usted el señor... Julian San Martín -. Detengámonos un par de segundos. Me disculpo por esta pregunta, ya he dicho tantas veces el nombre, que hasta parece un insulto que se pregunte. Es un insulto, de hecho, que yo exprese la pregunta, pues es obvio que él si es Julian San Martín, y era obvio el policía entre preguntando la identificación, y todo el resto. Mil disculpas. Sigamos...
- Ehh... sí, soy yo -, responde el profesor, luego de titubear un poco. 
- Tenemos una orden de llevarlo detenido - le comienza a sentenciar el policía -,.usted tiene una denuncia por violación a dos menores de edad.

"Oh, maldito sea el segundo en que a Julian San Martín se le ocurrió decir la verdad cuando le preguntaron el nombre", exclamó la plegaria a nuestro señor Jesús, que reina en los cielos. Debo asegurarles que no tengo idea si esto realmente habrá ocurrido así, pues ni siquiera conozco el protocolo de estas cosas. Es decir, ¿eres denunciado, y los policías te van a buscar a tu casa? Es una estupidez, pero me pareció entretenido poner a un grupo de policías a interrumpir a Julian San Martín mientras leía para llevarlo detenido  por esta acusación. Por que, y debo decirles, él si era culpable... y no les adelanto nada más, lo prometo. Pero podríamos jugar un poco; decir que Julian San Martín, al escuchar esto empujó a los policías, y comenzó a correr por su vida, y ¡qué importa andar en bata y calzoncillos! el tipo corría como si su vida dependiera de ello. "Corre, Julian, corre". O podríamos decir que cerró la puerta de un golpe, tomó el arma de debajo de su sillón y comenzó a disparar como loco. Pero eso sería alargar la trama, e irnos de lo principal de esto, que de hecho es nuestro amigo Benjamín Nuñez... González, perdón, era González. La cosa es que, sin importar si corrió o si se escondió, Julián San Martín fue llevado detenido esa noche. 

Ahora es cuando ciertas cosas que dije pierden sentido, por que si bien Julian San Martín no tenía el dinero para comprarse un departamento bueno, o una buena cocina, o un bien sillón, tuvo el dinero suficiente como para pagarse un buen abogado. A pesar de la declaración de la señorita que fue violada por él, y por el emocionante testimonio del padre de la señorita, Julian San Martín quedó libre. Solo tenía que ir a firmar un noséqué cada nosecuanto tiempo, en un plazo de quiénsabecuántos años. E incluso, si queremos molestar un poco, seguiría en su oficio de profesor. Oh cruel justicia que juegas en el patio con los sembradores de discordias, pero sin cortarte ni dañarte, sino que haciendo vudú con el mundo. Pero no pasarían ni dos meses, cuando una muchacha de cuyo nombre no quiero acordarme llegó a la puerta del profesor,  y al abrirla se encontró el cuerpo inerte de Julian San Martín. Fin. 

Terminar esta historia así no estaría bien. De hecho ya varios se preguntan "y bueno, ¿qué pasó con el otro hombre?", nunca volví a retomarlo, y él era el protagonista. Me esforcé contando una historia que de hecho debía ser una historia secundaria. Tanto es así que ni siquiera sé si contar la historia de Martina González, hija de Benjamín González con... su esposa. Si lo hago, ya sabrán el final. Bueno, y qué tanto, a estas alturas ya sabrán el final. "Oh mente maldita que no sabes hacer esto". Pero no diré nada, haré como que no saben, y terminaré mi historia. Primero, déjenme terminarme un café. 

Nos quedamos con que Martina González caminaba angustiadísima hacía su casa con su amiga de años... Diana Varas. Ambas son chiquillas, estudiantes de un colegio católico, cursando 4to. Medio. Al llegar a casa, sen encuentran con la señora... ehh... Marta López, madre de Martina González, y esposa de Benjamín González. Entran por la reja, esquivan al perro, y saludan a la señora, quién se da cuenta de que algo angustia a la pobre Martína González con su amiga Diana Varas. Esto lo estoy contando muy rápido, a decir verdad. Necesito que sea una escena lenta, con música de esa que es con un solo de violín, y quizá una voz femenina, como de opera, alargando una 'a' trágica. El paso por la reja es un movimiento lento, o en cámara lenta, se ve su pelo moverse con el caminar, y cómo este tapa su cara. Debe ser algo así como una tragedia clásica, y un tanto llorona, si me entienden. Así que desaceleremos un poco. Entran ambas jóvenes por la puerta, tratando de esquivar al perro. Al cruzar por debajo del dintel de la puerta, su madre sale a su paso quién las saluda de forma cordial. Pero al notar que su hija se encuentra cabizbaja, igual que su amiga, se le hiela el corazón por la duda y la angustia de saber que sucede en la vida de aquella a quién crió. (Detalle, ¿dije que Benjamín González tenían tres adorables hijas? Bueno, aquí solo nos importara la mayor).


Ahora tratemos de generar un poco de tensión, si no les molesta. Dejaremos a la dulce Martina González con su madre, y su amiga, y veremos que pasó el tiempo. Miremos la misma puerta de la reja, pero ahora se ve de noche. Oh la noche. Miren ahí, ¡ja! Justo viene entrando Benjamín González. Miren esa pinta, está realmente cansado. O es eso, o simplemente no se sabe vestir bien. Entonces entra. Saluda a su esposa, a su hija, y no nota nada raro. Pasa a la cocina, una cocina grande, y saca un pan. Si un pan, para que los voy a engañar, el hombre saca un pan. Entonces lo llama su mujer:
-          Amor – le dice – tenemos un problema.
El hombre se le acerca, su hija está llorando. Imaginen esta escena como un cuadro: una muchacha está sentada, vestida de escolar, en un sillón en medio del living. La madre la abraza sentada en la bracera, y mira con angustia al padre. El padre se vuelve loco en un ataque de histeria, se agarra el poco pelo que le queda, se sulfura. ¿Por qué? Oh, amigos, a quienes ya descubrieron todo esto, no los voy a felicitar, por que es obvio. La muchacha fue violada por un profesor.

Como es obvio, el profesor que violó a Martina González, no fue más ni menos que el mismísimo Julián San Martín, profesor de quiénsabequé en ese colegio católico comosellame. Las razones no las sabemos. Pudo ser por notas, por que lo vio en algo raro, por que quién sabe qué pasó. Vayan ustedes a saber si incluso no fue la muchacha quien se “entregó”… no, eso es de muy mal gusto, no sé como me dejo decir esas cosas. El punto es que a esta muchacha la han estado extorsionando y molestando desde aquel día, y ya no sabía que hacer. Su padre, lógicamente, denunció al profesor, y bueno hay está la parte que ya se saben de cuando llegó la policía, Julián se entregó, se pagó un bien abogado, etc., etc., bla, bla, bla, fin del asunto.

Pero aquí viene el momento jugoso de la historia, eso que le da el toque de sazón a la cosa. Cuando Benjamín González se enteró de lo que sucedió en el juicio, se encolerizó de tal manera que salió corriendo de su casa al departamento pequeño del profesor. Ahí estaba el hombre, sentado en ese sillón horrible, cerca de la cocina sucia, a un lado de la hermosa (¡oh, belleza!) biblioteca. Uno puede inferir, o jugar mucho con estas partes. Si nunca han matado a alguien, yo les digo, la adrenalina hace que uno no sepa que sucede. Entonces, y por lo tanto, nadie sabe como pasaron las cosas. Por tanto, juguemos:  entra Benjamín González al edificio, gran edificio, gran puerta. Sin hablar con el conserje, Benjamín González sube corriendo la escalera del edificio, ¡no hay tiempo, señores, de esperar el ascensor! Podríamos hacer uso de estas tomas que se usan en las películas de suspenso o de terror en que la cámara se dirige hacia abajo, para que observemos como el hombre sube con gran rapidez una escalera de caracol. Llega finalmente al piso nueve y ocho, y no siente el cansancio que le produce el fumar. Encolerizado toca la puerta de Julian San Martín, una, dos, tres, cuatro veces, casi botando la puerta al suelo. Pasan los segundos, esos segundos eternos, Benjamín González suda la gota gorda (¿estará bien decirlo así?), su corazón palpita al ritmo de una batería de doble pedal, y entonces se abre la puerta... Julian San Martín aparece detrás de la puerta, usando una bata celeste con rayas, unos boxers grises, y una camiseta blanca, pantuflas negras, gafas y un libro en la mano, una barba de una semana más o menos. No alcanza ni a saludar cuando ¡pum! golpe en la cara, ¡pum! patada, Benjamín González golpea con tanta ira al profesor que ni siquiera piensa en si escucharán los vecinos. Lo empuja contra la (hermosa) biblioteca, caen los libros al suelo, el profesor no se defiende, sangra por la boca y la nariz, un ojo morado, pero no se defiende. Ya dijimos que el departamento de Julian San Martín es pequeño, muy pequeño, por tanto a Benjamín González solo le bastó estirar un brazo y alcanzó un cuchillo. Primero una cara de susto, luego una mueca de dolor tras uno, dos, tres, cinco, diez, quince, veinticinco, treinta y cuatro apuñaladas en el cuerpo del profesor. 

Podemos pensar. Si, creo que lo mejor para cerrar esta... historia, es pensar. Y es que simplemente podemos decir que todo es curioso. Digo, nadie vio a Benjamín González asesinar a Julian San Martín, pero una vez encontrado el cuerpo sin vida del profesor, no fue difícil identificar al otro hombre como el autor. No quiero cerrar esto muy rápido de tal modo que nos quedemos con una sensación de "¿y eso fue todo?", c'est fini, aparece el chanchito despidiéndose de todos. Pero lo haré de todos modos. Por que resulta que alguien encuentra el cuerpo, un vecino dijo que vio a Benjamín González salir del edificio el día anterior, el concerje también lo vio, encontraron la ropa con las manchas de sangre, fue acusado de asesinato, y a la cárcel los pasajes. Esa es la historia: Un hombre viola a una muchacha. La muchacha le cuenta su padre. El padre denuncia al hombre. El hombre sale como inocente del juzgado. El padre se enoja y lo mata. El padre se va a la cárcel. Esa es la historia, no sé si les gustó, o si la encontraron tan interesante como la encontré yo. Tampoco sé si la habré contado de una forma tal que, digamos, haga que a la gente les parezca interesante. Quizá si debí poner un poco de emoción policial, persecuciones, balazos, bang bang, y ustedes saben. Pero no lo hice. Otro día, quizá. Solo quizá. 


viernes, 14 de diciembre de 2012

El Fin del Mundo del Fin (Julio Cortázar)


Como los escribas continuarán, los pocos lectores que en el mundo había van a cambiar de oficio y se pondrán también de escribas. Cada vez más los países serán de escribas y de fábricas de papel y tinta, los escribas de día y las máquinas de noche para imprimir el trabajo de los escribas. Primero las bibliotecas desbordarán de las casas, entonces las municipalidades deciden (ya estamos en la cosa) sacrificar los terrenos de juegos infantiles para ampliar las bibliotecas. Después ceden los teatros, las maternidades, los mataderos, las cantinas, los hospitales. Los pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen paredes de libros y viven en cabañas de libros. Entonces pasa que los libros rebasan las ciudades y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol, apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas entre dos altísimas paredes de libros. A veces una pared cede y hay espantosas catástrofes automovilísticas. Los escribas trabajan sin tregua porque la humanidad respeta las vocaciones, y los impresores llegan ya a orillas del mar. El presidente de la república habla por teléfono con los presidentes de las repúblicas, y propone inteligentemente precipitar al mar el sobrante de libros, lo cual se cumple al mismo tiempo en todas las costas del mundo. Así los escribas siberianos ven sus impresos precipitados al mar glacial, y los escribas indonesios etcétera. Esto permite a los escribas aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para almacenar sus libros. No piensan que el mar tiene fondo, y que en el fondo del mar empiezan a amontonarse los impresos, primero en forma de pasta aglutinante, después en forma de pasta consolidante, y por fin como un piso resistente aunque viscoso que sube diariamente algunos metros y que terminar por llegar a la superficie. Entonces muchas aguas invaden muchas tierras, se produce una nueva distribución de continentes y océanos, y presidentes de diversas repúblicas son sustituidos por lagos y penínsulas, presidentes de otras repúblicas ven abrirse inmensos territorios a sus ambiciones etcétera. El agua marina, puesta con tanta violencia a expandirse, se evapora más que antes, o busca reposo mezclándose con los impresos para formar la pasta aglutinante, al punto que un día los capitanes de los barcos de las grandes rutas advierten que los barcos avanzan lentamente, de treinta nudos bajan a veinte, a quince, y los motores jadean y las hélices se deforman. Por fin todos los barcos se detienen en distintos puntos de los mares, atrapados por la pasta, y los escribas del mundo entero escriben millares de impresos explicando el fenómeno y llenos de una gran alegría. Los presidentes y los capitanes deciden convertir los barcos en islas y casinos, el público va a pie sobre los mares de cartón a las islas y casinos donde orquestas típicas y características amenizan el ambiente climatizado y se baila hasta avanzadas horas de la madrugada. Nuevos impresos se amontonan a orillas del mar, pero es imposible meterlos en la pasta, y así crecen murallas de impresos y nacen montañas a orillas de los antiguos mares. Los escribas comprenden que las fábricas de papel y tinta van a quebrar, y escriben con letra cada vez más menuda, aprovechando hasta los rincones más imperceptibles de cada papel. Cuando se termina la tinta escriben con lápiz etcétera; al terminarse el papel escriben en tablas y baldosas etcétera. Empieza a difundirse la costumbre de intercalar un texto en otro para aprovechar las entrelíneas, o se borra con hojas de afeitar las letras impresas para usar de nuevo el papel. Los escribas trabajan lentamente, pero su número es tan inmenso que los impresos separan ya por completo las tierras de los lechos de los antiguos mares. En la tierra vive precariamente la raza de los escribas, condenada a extinguirse, y en el mar están las islas y los casinos o sea los transatlánticos donde se han refugiado los presidentes de las repúblicas, y donde se celebran grandes fiestas y se cambian mensajes de isla a isla, de presidente a presidente, y de capitán a capitán.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Suele ser peor.

Está a solo unos centímetros de mi. Lo sé, la veo. 

La distancia es tanta, pero está a solo unos centímetros. 

El brillo de sus ojos, mirando a los míos como si qué, como si nada, como si todo fuese tan normal, tan absurdamente normal. Sus mejillas, se contraen en una sonrisa estúpida, estúpida como ella. No, no es estúpida, es sabia, mucho, lo que suele ser peor. 

Suele ser peor. 

Sus mejillas. Siento su calor, su forma, su textura, su suave y maldita textura. Un calor tan...¿frío? No. Es solo un calor. Molesto, como suele serlo. Es un calor como el que suele entregar su cintura, su abdomen, sus muslos, o la forma de sus pechos. Sus ojos cuando me mira así, sonriendo, brillando, así. Frente a mí. Pero suele ser peor. 

Suele ser peor. 

Y estiro una mano. Son solo unos centímetros. ¿Serán veinte? ¿Veinticuatro? Si, unos veinticuatro centímetros. Estiro los dedos, quiero acariciar ese rostro maldito. Pero chocan. Es frustrante ver como chocan, sentir como chocan mis dedos en la pantalla. Mis dedos acarician la falsa textura de una pantalla led, que me muestra una fotografía sacada con Instagram  años atrás. Acaricio una pantalla. Sé que esa mirada maldita no es para mi. No era para mí. Una mirada fría, desinteresada, atrayente, maldita, maldita. Pero suele ser peor.

Suele ser peor. 

A. B. C.

No...
Hoy no...

miércoles, 8 de agosto de 2012

Santiago en cien palabras.


Edificios, calles, Alameda, cigarros, música, gente, stress, más gente, autos, transantiago, metro, basura, mujeres, hombres, balas, gris, centro, ir, llegar, pasear, Santa Lucía, plazas, almuerzo, siesta, correr, malo, bueno, San Cristóbal, peruanos, chilenos, negros, blancos, (¿indígenas?), reír, llorar, marchar, cafés, alcohol, porqué, tal vez, no sé, comunas, sectores, robos, celulares, audífonos, subir, bajar, pobres, muchos, ricos, pocos, Bellavista, manos, cabezas, Mapocho, sucio, sucio, días, noches, balcones, ¿ya dije edificios?, helados, comida, amigos, árboles, cemento, asfalto, Cal y Canto, ventanas, puertas, más gente, tecnología, lejos, cerca, de allá, de acá, , políticos, comprar, vender, plata, corrupción, el smog lo cubre todo.

jueves, 26 de abril de 2012

Sentidos

Y entonces no solo hay silencio,
logro escuchar a Ray Charles alabando su América
y el sonido del cigarro consumiéndose en el fuego.

Y entonces no todo es oscuridad,
con una tenue luz veo los círculos del humo girar,
los humo del cigarro brillar.

Y entonces no se pierde la esencia del sabor,
un negro café baila al son de un blues
negro como él.

El olor del café se mezcla con los círculos del humo,
el humo brillante del cigarro.

Y entonces no todo está perdido,
el calor de un negro café me entibia las manos,
el fuego del cigarro se contrapone
a la lluvia de la calle.

viernes, 17 de febrero de 2012

Oh, maldición! (pt. 2)

Bueno, nunca he sido totalmente buena reconociendo o recordando calles. Pero en este caso estoy casi segura de que era en la calle Miraflores donde volteó la mirada hacia atrás, y descubrió la ausencia de la gitana. De las gitanas, a decir verdad. Del tipo no sé. Recibió su vuelto un poco distraído, y lo guardó de inmediato. Caminó toda la cuadra de la Biblioteca Nacional con la mirada gacha detrás de los lentes de sol, evitando al montón de gente que pasaba la misma cuadra, y esta gente a su vez, lo evitaban a él, y se evitaban entre ellos, y así sucesivamente. Llegó al paradero y se puso a esperar. Se instaló cerca de los asientos, al lado de un par de chicas que se habían bajado recién de una micro con una guitarra. Desde la micro, que aún no partía por la luz roja del semáforo, gritaban un grupo de jóvenes a las chicas, lanzando besos y piropos. Él las miraba de repente, sin encontrar mayor interés en las chicas (para él, una era muy flaca, y la otra demasiado robusta); cambiaba la mirada hacia el poniente, viendo las micros que seguían su camino, sin ser la que él necesitaba. Observaba los números de los recorridos aquellas que se detenían a dejar y recoger pasajeros, sin ser ninguna la 423. 

Fue en eso que yo llegué al paradero, y me encontré con él. No diré de dónde venía, o qué hacía cerca del centro en esos momentos, por que no es necesario para el acontecer de la historia. Solo diré que, para variar, llegué distraída, pasé por entre medio de un grupo muy grande de gente, creo que una familia o algo parecido, pero muy numerosa, y me instalé a un par de metros de mi amigo. Me quedé un par, o varios minutos mirando las micros llegar e irse, con los pies muy cerca de la cuneta. Fue luego de un vistazo rápido que lo vi, semi sentado en el paradero, un poco aislado de la gente, con los ojos escondidos detrás de unos lentes de sol negros, con unos audífonos tapándole las orejas. No lo reconocí de inmediato. Pero una vez identificado, lo saludé un poco efusivamente, creo, levantando la mano y sonriendo. El hizo esa típica mueca de molestia o indignación, una especie de suspiro y mirada enojada a lo alto que normalmente hace la gente que no quería encontrarse con alguien. Era típico de él. Luego me dio una sonrisa forzada, y me saludó alzando su mano, mientras con la otra apagaba el reproductor de música. Luego lo saludaba con un beso en la mejilla, mientras él se quitaba los audífonos, y comenzábamos a hablar.

Me dijo lo que él estaba haciendo allí (aunque no lo recuerdo), y yo le conté lo que yo estaba haciendo por ahí (aunque no lo diré). No hizo ninguna alusión a lo de la gitana, de eso me enteré mucho después, y por otros medios. Nos contamos de la vida, de lo que habíamos hecho en todo ese tiempo que había pasado desde que salimos del colegio. Y luego vino la pregunta: "¿Tienes algo que hacer ahora?", claro yo no tenía nada que hacer, pero no podía pensar que eso era una invitación a salir a comer algo, era una invitación a que le pusiera atención a las micros para ver si venia la mía, y que me fuera para dejarlo tranquilo. Pero bueno. "No - le dije - la verdad, no. ¿Por?". Me miró un momento, luego devolvió la mirada a las micros que llegaban, y me respondió lo típico de él, que estaba apurado, y que esperaba su micro. Para no terminar la conversación, le pregunté cuál micro le servía (en una de esas, nos tocaba la misma, y podía seguir molestándolo otro rato. Sólo por fastidiarlo), y me respondió que la 423. Yo le iba a responder que a mi igual me servía esa, junto con otras tres, aunque no fuese cierto, cuando recordé haber visto una 423 pasar un instante antes. Le hice el alcance, a lo que él me respondió, con una mirada confundida, que no había pasado ninguna en todo ese rato. De lo contrario, él ya se habría ido del lugar. 

Entonces creí que yo estaba loca. Claro, estaba viendo micros donde, a decir verdad, no había ninguna. Ese tipo de estupideces que se le ocurren a una. Pasó un largo rato, en que ambos nos encontrábamos en absoluto silencio, pues no pasaba ninguna de las micros que nos servían a ambos. Entonces, desde la otra cuadra se veía llegar una 423, que a medida que se acercaba se veía venir vacía, o por lo menos con dos o tres personas a bordo. "¡Ahí viene tu micro!" le dije, apuntando con el dedo por sobre la cabeza de una señora gorda. Él me miro extrañado, o con una cara extraña, no sé, y me dijo "no, esa es una 413, Nicole". Yo miré bien la micro, y veía claramente el número 423 en un color amarillo con luces. "Esa es" le decía, pero él seguía negándolo. La micro se fue con la mitad de la capacidad llena, y él seguía mirando al fondo de la avenida, o a los edificios. Me intrigaba su actitud. No por que el hecho de que fuese apático a cada instante, sino por que no vio las dos micros que pasaron. Al rato pasó una tercera, que la confundió con una 401, luego otra con una 419, otra con una 421, y así sucesivamente. Él se mantenía sin moverse, con la mirada al fondo de la avenida. Pasado un largo rato, mi miró a los ojos a través de sus lentes de sol negros, y me preguntó "Nicole, ¿qué micro que sirve a ti?". Respondí con diciendo "la 412", y él volvió a perder su mirada. Me dijo que esa micro se detenía en un paradero más abajo por la avenida, y que no sacaba nada con seguir esperando allí, siempre sin mirarme. Me despedí extrañada, viéndolo perderse otra 423 en la que se subía una señora con una guagua y un vendedor de helados. Me fui sin saber más de él en todo ese día.

(...)

Pasaron unas tres semanas antes de que volviera a pasear por el cerro Santa Lucía. Me junté con un amigo, Ignacio, a los pies del cerro, donde quizá estaba la gitana. Él estacionó su auto por el Barrio Lastarria, y comenzamos a pasear. Con Ignacio paseamos por el Museo de Arte Contemporáneo, y por el Forestal. Dimos un par de vueltas en el cerro, reímos, jugamos, fumamos, fue una tarde muy entretenida a decir verdad. Luego Ignacio se ofreció a llevarme a mi casa, o por lo menos acercarme a algún metro o algo que me quedara a camino. Hubo una breve y tonta discusión en que yo le decía que no se preocupara y esas cosas. Al final acepté, obvio. Me subí al auto, dio un par de vueltas, y salió por Miraflores a la Alameda (calle que ahora estaba terminada). Dobló a la derecha, y se detuvo con la luz roja del semáforo. Ignacio aprovechó para poner algo de música en el auto, y yo miré al paradero. Y por ahí, entre medio de una pareja de ancianos, y un joven que miraba a los edificios con unos binoculares y que hablaba por teléfono, estaba un hombre con una barba horrible, unos lentes de sol negros, y unos audífonos puestos. Estaba apoyado en el paradero con la mirada perdida al fondo de la avenida mirando las micros llegar. Mi amigo, siempre sin tiempo para nada, ahora se pasaba el tiempo esperando poder irse a... a lo que fuera que él tenía que hacer. 

Oh, Madición! (pt. 1)

Camina a paso seguro por Lastrarria, o así creo que se llama esa calle que va por un costado del cerro Santa Lucía. Sube la escalera al costado del túnel que abre dicha calle, y llegando a la Alameda, dobla hacia su derecha camino al paradero, número doce, si mal no recuerdo, a esperar la micro de recorrido 423 que lo llevaría regreso a su casa. Largo camino a su casa. Se encontraba trabajando, o haciendo negocios, o algún trámite por ahí cerca del cerro, o quizá en el barrio Lastarria, por Rosal. La verdad es que nunca entendí a qué se dedicaba en esos días, en los cuáles a veces se le encontraba semanas sin salir de su casa, y luego pasaba un día o dos caminando por el centro, siempre apurado de algo, por algo, queriendo llegar a un lugar, a juntarse con alguien. Le solía faltar el tiempo, y por lo mismo, nunca supe mucho de él, de lo que hacía. o de lo que quería llegar a hacer. 

Doblaba hacia su derecha en la Alameda, como he dicho, pasando al costado de unos tipos riendo a carcajadas de quién sabe qué (aunque no hay que ser muy inteligente para saber "porqué"), una pareja despreocupada del mundo que los rodeaba, que se besaban y se acariciaban, un par de señoras caminado por el paso descalzas, y un tipo que sentado en un árbol junto a un perro blanco sin correa miraba el horizonte tapado de edificios. A una media cuadra más adelante se veía una escena incómoda. había un tipo arrodillado en el pasto, dando la espalda a los autos de la avenida, junto con una joven. Casi junto a ellos, una señora fumaba un cigarro y observaba al resto de las personas pasar; vestía una falta colorida y floreada que le llegaba a los tobillos, una polera sin mangas color morada, y el pelo ondulado suelto hasta los hombros. Una señora de edad, unos cincuenta, quizás. Una gitana. Una vez avanzados unos pasos, observó que el tipo que estaba arrodillado no estaba con una joven, sino que con otra señora - menor que la otra -, también gitana, y había sido "atrapado" (estoy segura de que esa palabra es la que él habría utilizado). Analizó la situación: ya no podía subir en esa pequeña plazita al costado del cerro para evitar a la gitana que aguardaba por que alguien se le acercara, pero tampoco quería encontrarse con ella. Le quedaba rogar por que la señora no lo viese, y él lograse pasar desapercibido. Pero no fue así.

Desafortunadamente, él era el único pasando por allí en ese momento, y la gitana se le acercó inmediatamente. Le subió el volumen al reproductor de música, y bajó la mirada detrás de los lentes de sol. No prestó atención a las palabras de la gitana, y solo sintió la mano con las uñas largas de la mujer aferrándose a su brazo, y su propia voz resonando en su cabeza: "No, no. Estoy apurado, disculpe. Estoy apurado". Continuó su camino, y no se preocupó más por ello. Caso resuelto, quizá. Avanzada una cuadra, más o menos, cuando llegó a Miraflores, calle cortada por alguna reparación, se compró un jugo y un biscocho en un negocio. A pesar de que estaba consciente de que habría dejado a la gitana atrás, y habría evitado... lo que fuese que él quería evitar con la gitana, aún sentía la mirada de ésta en la nuca. Mientras el vendedor se perdía detrás de sus muchos productos de venta buscando el vuelto, él aprovechó para dar un rápido vistazo hacia atrás. Pero ninguna de las dos gitanas estaba ya en su lugar. 

(...)

martes, 14 de febrero de 2012

Escribir


Escribir
Borrar todo y volver a escribir
Borrarlo todo y pensar
Pensar
Pensar en qué
En que un cigarro me envuelve
Su humo
Es gris y otras veces azul
Y decirlo
Escribirlo
Mirarlo bailar
Bailar un jazz
O un blues
Formar círculos
Danzar
Medianoche de frio y calor
Frio en mi mente, calor en el ambiente
Y empezar a escribir
Un ritual, una rutina
Una y otra vez
Siempre lo mismo
Lo mismo de nuevo, lo mismo de viejo
Y escribir para qué
Para quién
Escribir en qué
Escribir en una hoja en blanco
En ella
En sus ojos, o su sonrisa
Aunque no mire, aunque no sonría
Y volver a pensar
Volver a borrarlo todo
Apagar el cigarro
Ver el rojo del fuego que se extingue en el cenicero
Borrarlo todo
Pensar
Volver a creer
Y escribir
Escribir sobre todo
Y sobre todo, escribir.

martes, 24 de enero de 2012

Diez años y una cámara que no vio nada.

"No lo pienso hacer" le decía Carlos al hombre parado en el espejo que lo miraba con los brazos cruzados y una expresión seria. Él se encontraba sentado en la camilla de la celda, con la cara escondida tras sus manos sucias, llenas de tierra y mugre en las uñas comidas tras tres años en la cárcel. Sabía que lo que le decía el hombre en el espejo era verdad, que aunque pasaran rápido o lento los próximos siete años, no era seguro que se fuera, y los gritos de esa mujer, los quejidos de aquel hombre jamás se irían, y le perturbarían la mente al otorgarle un poco de placer, y un poco de culpa. Pero no era su culpa, fue aquel hombre quien siempre lo molestó, quien siempre lo obligó, le jugó con la mente, y lo llevó hasta donde se encontraba ahora. Ese hombre que, a pesar de estar tras el espejo en un reflejo, a pesar de mirarlo seriamente, a pesar del largo rato que llevaba en silencio, sabía que se reía en lo profundo, pues ya lo conocía bien. Conocía sus técnicas, sus trampas. "No lo pienso hacer" le repetía Carlos, levantando la vista, para mirarlo a los ojos. 

"Piénsalo bien, Carlos - le decía aquel hombre - es la única forma de terminar con todo este infierno. Te han llamado sicópata, ¿eso no te molesta?". Pero sabía que solo jugaba con su mente. Sabía que no debía hacerle caso a lo que le decía, pues era solo para su diversión. Quién sabe a cuantos ya les habría hecho la misma jugada, la misma maldita broma. "La cámara de seguridad no llega aquí, nadie se dará cuenta". Entonces Carlos habría tomado su decisión. No eran los gritos de la mujer, no eran los quejidos del aquel hombre, no eran los doscientos mil pesos robados, ni ninguno de los otros tantos crímenes de domingos por la tarde los que perturbaban su mente. Era el hombre detrás del espejo. Carlos se levantó de la camilla de la celda, miró el soporte del televisor en la esquina superior de la celda, vacío, y luego se dirigió al hombre en el espejo. "Durante todos estos años, Carlos - le dijo al hombre del espejo - quien me ha molestado has sido siempre tú, y tus estúpidos juegos". Sin saber como, metió sus manos en el espejo, y agarró al hombre del espejo por los hombros. Lo lanzó sobre la camilla, y se le abalanzó encima para golpearlo con todas sus fuerzas. Luego lo lanzaba al suelo donde lo empezó a patear. Pero el hombre no se defendía, solo se agarraba el brazo que según parecía se habría fracturado, y reía a carcajadas, provocando la ira de Carlos, quién no podía dejar de golpearlo, sin pensar en consecuencia alguna. La cámara no llegaba a su celda privada, como le dijo aquel, hombre, y los guardias estaban ausentes. Nadie llegaría a detenerlo, y mataría a aquel molesto hombre. 

El hombre del espejo tenía por lo menos una contusión por cada domingo pasado, y ya se encontraba inconciente en el suelo de la celda. Pero aún no estaba muerto. Carlos tomó la sábana de la cama, la pasó por el soporte del televisor, y acercó el cuerpo de aquel hombre para pasarle la sábana por el cuello. Tirándo con todas sus fuerzas, logró que su reflejo quedase suspendido en el aire, ahorcándose, pero no lograba verlo quejarse de de la asfixia. Al contrario, Carlos comenzaba a sentir que le faltaba el aire, y empezaba a tocer con fuerza, carraspeándo, tratando de aclarar la garganta que se le apretaba a medida, que el hombre del espejo volvía a reír con fuerza. Carlos caía al suelo, se le nublaba la vista, y se le acaloraba la cabeza. Ya no podía más, y los esfuerzos por tragar bocanadas de aire eran en vano. Lo único que lograba ver era el rostro de su reflejo, su rostro, Carlos Deformes Lerdo riendo, colgado del soporte del televisor, que en unas últimas palabras le decía "De todos modos, siempre logro que me hagas caso, Carlitos", y luego todo era oscuridad, silencio, y vacío. 

viernes, 6 de enero de 2012

"Instrucciones para Llorar" (Julio Cortázar)


   Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará  con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos