viernes, 17 de febrero de 2012

Oh, maldición! (pt. 2)

Bueno, nunca he sido totalmente buena reconociendo o recordando calles. Pero en este caso estoy casi segura de que era en la calle Miraflores donde volteó la mirada hacia atrás, y descubrió la ausencia de la gitana. De las gitanas, a decir verdad. Del tipo no sé. Recibió su vuelto un poco distraído, y lo guardó de inmediato. Caminó toda la cuadra de la Biblioteca Nacional con la mirada gacha detrás de los lentes de sol, evitando al montón de gente que pasaba la misma cuadra, y esta gente a su vez, lo evitaban a él, y se evitaban entre ellos, y así sucesivamente. Llegó al paradero y se puso a esperar. Se instaló cerca de los asientos, al lado de un par de chicas que se habían bajado recién de una micro con una guitarra. Desde la micro, que aún no partía por la luz roja del semáforo, gritaban un grupo de jóvenes a las chicas, lanzando besos y piropos. Él las miraba de repente, sin encontrar mayor interés en las chicas (para él, una era muy flaca, y la otra demasiado robusta); cambiaba la mirada hacia el poniente, viendo las micros que seguían su camino, sin ser la que él necesitaba. Observaba los números de los recorridos aquellas que se detenían a dejar y recoger pasajeros, sin ser ninguna la 423. 

Fue en eso que yo llegué al paradero, y me encontré con él. No diré de dónde venía, o qué hacía cerca del centro en esos momentos, por que no es necesario para el acontecer de la historia. Solo diré que, para variar, llegué distraída, pasé por entre medio de un grupo muy grande de gente, creo que una familia o algo parecido, pero muy numerosa, y me instalé a un par de metros de mi amigo. Me quedé un par, o varios minutos mirando las micros llegar e irse, con los pies muy cerca de la cuneta. Fue luego de un vistazo rápido que lo vi, semi sentado en el paradero, un poco aislado de la gente, con los ojos escondidos detrás de unos lentes de sol negros, con unos audífonos tapándole las orejas. No lo reconocí de inmediato. Pero una vez identificado, lo saludé un poco efusivamente, creo, levantando la mano y sonriendo. El hizo esa típica mueca de molestia o indignación, una especie de suspiro y mirada enojada a lo alto que normalmente hace la gente que no quería encontrarse con alguien. Era típico de él. Luego me dio una sonrisa forzada, y me saludó alzando su mano, mientras con la otra apagaba el reproductor de música. Luego lo saludaba con un beso en la mejilla, mientras él se quitaba los audífonos, y comenzábamos a hablar.

Me dijo lo que él estaba haciendo allí (aunque no lo recuerdo), y yo le conté lo que yo estaba haciendo por ahí (aunque no lo diré). No hizo ninguna alusión a lo de la gitana, de eso me enteré mucho después, y por otros medios. Nos contamos de la vida, de lo que habíamos hecho en todo ese tiempo que había pasado desde que salimos del colegio. Y luego vino la pregunta: "¿Tienes algo que hacer ahora?", claro yo no tenía nada que hacer, pero no podía pensar que eso era una invitación a salir a comer algo, era una invitación a que le pusiera atención a las micros para ver si venia la mía, y que me fuera para dejarlo tranquilo. Pero bueno. "No - le dije - la verdad, no. ¿Por?". Me miró un momento, luego devolvió la mirada a las micros que llegaban, y me respondió lo típico de él, que estaba apurado, y que esperaba su micro. Para no terminar la conversación, le pregunté cuál micro le servía (en una de esas, nos tocaba la misma, y podía seguir molestándolo otro rato. Sólo por fastidiarlo), y me respondió que la 423. Yo le iba a responder que a mi igual me servía esa, junto con otras tres, aunque no fuese cierto, cuando recordé haber visto una 423 pasar un instante antes. Le hice el alcance, a lo que él me respondió, con una mirada confundida, que no había pasado ninguna en todo ese rato. De lo contrario, él ya se habría ido del lugar. 

Entonces creí que yo estaba loca. Claro, estaba viendo micros donde, a decir verdad, no había ninguna. Ese tipo de estupideces que se le ocurren a una. Pasó un largo rato, en que ambos nos encontrábamos en absoluto silencio, pues no pasaba ninguna de las micros que nos servían a ambos. Entonces, desde la otra cuadra se veía llegar una 423, que a medida que se acercaba se veía venir vacía, o por lo menos con dos o tres personas a bordo. "¡Ahí viene tu micro!" le dije, apuntando con el dedo por sobre la cabeza de una señora gorda. Él me miro extrañado, o con una cara extraña, no sé, y me dijo "no, esa es una 413, Nicole". Yo miré bien la micro, y veía claramente el número 423 en un color amarillo con luces. "Esa es" le decía, pero él seguía negándolo. La micro se fue con la mitad de la capacidad llena, y él seguía mirando al fondo de la avenida, o a los edificios. Me intrigaba su actitud. No por que el hecho de que fuese apático a cada instante, sino por que no vio las dos micros que pasaron. Al rato pasó una tercera, que la confundió con una 401, luego otra con una 419, otra con una 421, y así sucesivamente. Él se mantenía sin moverse, con la mirada al fondo de la avenida. Pasado un largo rato, mi miró a los ojos a través de sus lentes de sol negros, y me preguntó "Nicole, ¿qué micro que sirve a ti?". Respondí con diciendo "la 412", y él volvió a perder su mirada. Me dijo que esa micro se detenía en un paradero más abajo por la avenida, y que no sacaba nada con seguir esperando allí, siempre sin mirarme. Me despedí extrañada, viéndolo perderse otra 423 en la que se subía una señora con una guagua y un vendedor de helados. Me fui sin saber más de él en todo ese día.

(...)

Pasaron unas tres semanas antes de que volviera a pasear por el cerro Santa Lucía. Me junté con un amigo, Ignacio, a los pies del cerro, donde quizá estaba la gitana. Él estacionó su auto por el Barrio Lastarria, y comenzamos a pasear. Con Ignacio paseamos por el Museo de Arte Contemporáneo, y por el Forestal. Dimos un par de vueltas en el cerro, reímos, jugamos, fumamos, fue una tarde muy entretenida a decir verdad. Luego Ignacio se ofreció a llevarme a mi casa, o por lo menos acercarme a algún metro o algo que me quedara a camino. Hubo una breve y tonta discusión en que yo le decía que no se preocupara y esas cosas. Al final acepté, obvio. Me subí al auto, dio un par de vueltas, y salió por Miraflores a la Alameda (calle que ahora estaba terminada). Dobló a la derecha, y se detuvo con la luz roja del semáforo. Ignacio aprovechó para poner algo de música en el auto, y yo miré al paradero. Y por ahí, entre medio de una pareja de ancianos, y un joven que miraba a los edificios con unos binoculares y que hablaba por teléfono, estaba un hombre con una barba horrible, unos lentes de sol negros, y unos audífonos puestos. Estaba apoyado en el paradero con la mirada perdida al fondo de la avenida mirando las micros llegar. Mi amigo, siempre sin tiempo para nada, ahora se pasaba el tiempo esperando poder irse a... a lo que fuera que él tenía que hacer. 

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