viernes, 12 de abril de 2013

Omertà

Se cuenta una historia, de aquel hombre llamado Hernán. El hombre al salir de su casa se echa encima un abrigo café, donde guarda las llaves, la billetera, y un silencio. Éste último estaba sobre su velador, de donde lo toma y lo guarda con mucho cuidado en el bolsillo izquierdo de su abrigo café. Bien sabido es que los silencios son artefactos frágiles, muy difíciles de mantener cuando finalmente posees uno. 

El hombre sale de su casa, y camina por una vereda estrechísima, que lo lleva a la salida del pasaje en el que vive; allí, Hernán dobla a la derecha, y camina por la avenida. En el camino busca los cigarrillos que esperaba tener aún en el abrigo café, pero no los encuentra. Pasa por una botilleria, compra una cajetilla junto con un encendedor. Saliendo de aquel local, saca un cigarrillo, y guarda la cajetilla en el bolsillo derecho del abrigo, enciende el cigarrillo, y el encendedor lo guarda con mucho cuidado en el bolsillo izquierdo, a un lado del silencio. Camina por varias cuadras más, mientras el fuego y el tiempo consumen un cigarro recién encendido. Finalmente llega a un cruce de avenidas, donde se acerca al paradero a esperar la micro. 

Pasan solo un par de minutos antes de que una micro servible aparezca y se detenga, y sube inmediatamente con mucho cuidado, pues teme que la gran cantidad de gente que sube junto con él aplaste el silencio que lleva guardado en el bolsillo. Pero el silencio salva completo, y Hernán se sienta en los asientos del findo, junto con un joven robusto de lentes con audífonos, y una muchacha que mira cada tanto por la ventana. Ya no necesita contar los paraderos, pues el camino ya lo conoce; conoce la gasolinera, y aquel muro grafiteado, aquella calle arreglada, y aquella plaza donde encontró el silencio por primera vez. Finalmente se levanta, presiona el botón anaranjado con la mano derecha, mientras que con la mano izquierda sostiene el silencio con firmeza. Baja de la micro, y comienza a caminar. 

Desde allí, el camino es igualmente conocido, y con la mano firme en el bolsillo sosteniendo el silencio cruza la avenida, entra por una calle angosta, y dobla a la izquierda una vez pasada la plaza. Pasa una cuadra, cuadra y media, y sin abrir la boca llama desde la reja a la casa de aquella mujer llamada Alejandra. Solo un par de segundos pasaron, para cuando la mujer sale de casa con una expresión extrañada, y algo desconcertada abre la reja que los separa, y se para frente a Hernán. Éste, antes de que ella alcance a decir algo, saca del bolsillo izquierdo del abrigo café aquel silencio guardado. Lo levanta a la vista de Alejandra, y al instante lo rompe, lo destroza en mil pedazos con las manos, con rabia, con furia, con tal meticulosidad que el silencio desaparece en una nube de polvo que mancha las mangas cafés del abrigo. Luego, mira a Alejandra. 

La mujer baja la vista, mirando los restos de aquel silencio destrozado. Luego, junto con alzar la vista, alza una mano al aire, casi por sobre su cabeza, y toma un silencio diminuto, casi juvenil, el cual guarda en el bolsillo del pantalón holgado. Sonriendo con tristeza cierra la reja, y desapareciendo tras la puerta se devuelve a su casa. Hernán entiende el mensaje, y con las manos llenas de silencio destrozado saca un cigarrillo, y lo enciende. Comienza a caminar de vuelta a casa, comprendiendo el valor de no romper un silencio, artefacto frágil. 

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